miércoles, 13 de julio de 2011

Virus

Aquella mañana, Salvador sintió que su vida llegaba a la frontera. La fiebre era constante, el escalofrío no cesaba, la resequedad en la garganta le molestaba desde la noche anterior y el dolor en los huesos lo amarraba a una sábana con la que no alcanzaba a cubrirse las dos piernas. Tenía los síntomas del virus de moda, aquel del que se enteraba a diario por el pequeño radio de pilas que le servía de conexión con el mundo del que se había aislado. Sabía que su enfermedad no era producto de un contagio, pues hacía más de un año que había decidido vivir solo en aquella montaña y la única persona con la que entraba en contacto cada dos meses era Luisa, la dueña de la tienda de aquel corregimiento perdido en la cordillera.  En cinco ocasiones, ella le había dejado el mercado básico sobre  el mostrador de madera, y él, a su vez, la misma cantidad de veces en un años,  le había dejado el dinero  exacto de la compra. Comenzó a desfallecer. La película de su vida comenzó a proyectarse en su cabeza. Trató de reaccionar, pero no pudo. En medio del delirio, descubrió que estaba enfermo de soledad. No tuvo fuerzas para esperar el mes que le faltaba para regresar a la tienda.

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