jueves, 17 de abril de 2014

Amistad a todo precio

"Todos tenemos un precio", sentenció aquella abogada gorda mientras me explicaba que para poder dejar libre a mi primo Juan necesitábamos de la declaración de Ospina. "Ni él ni yo lo tenemos", le repliqué. "Los principios no se negocian, y sé que él tiene unos tan firmes como los míos", agregué. 

La doctora era una mujer "culta", famosa por su habilidad verbal; así que no le dí tiempos largos para exponer o argumentar. La obligué a hablar con intervenciones cortas, lo que sabía que la incomodaba bastante. "Lo suyo está claro, prefiere hundirse en esta cloaca; pero Ospina está afuera y si usted lo convence... ", "Le repito que es intachable", interpelé. "Nunca haría algo ilegal. Meto la mano al fuego por él. Por eso, ni yo le diría que lo hiciera, ni él esperaría que yo se lo propusiera, y sé que él jamás haría lago así, ni siquiera por esa cantidad de dinero". 

La abogada me miraba con unos ojos obesos como su cuerpo. Era exitosa. No había perdido un solo caso en varios años, pero todos sabían que sus estrategias "jurídicas" eran el engaño y la manipulación. "Ya verá que en dos días declara", sentenció antes de salir.

Ospina había sido un profesional recto. Lo conocí en la Universidad y desde entonces fuimos amigos. Tenía cuerpo de basquetbolista, cara de predicador y mente de teniente. Le gustaba la lectura. Tenía tres hijos y una hoja de vida intachable en sus doce años de trabajo como ingeniero residente en diferentes obras. Hacía ocho meses que no lo veía, desde el día en que me encerraron por acompañar a mi primo a una vuelta por el barrio. 

Era jueves el día que me llamaron a la oficina del director. Estaban él y la abogada. Yo llegué antes que mi primo. La cita era para los dos. "Tiene usted un amigo que lo aprecia demasiado", dijo la abogada con tono de dictadora, y agregó, "Ospina lo aprecia tanto que confesó la verdad". El director me miró complaciente y anunció: "tengo en mis mano la boleta de salida. No quiero problemas. Así que salgan antes de que a él lo entren. Nunca es bueno que un par de hombres buenos, que han pagado casi nueve meses de  cárcel injustamente, se encentren en un pasillo con el culpable de esa injusticia".  Mi primo me abrazó fuerte. 

martes, 15 de abril de 2014

El último contrato

El viejo portón verde de madera que daba a la calle Bolivia y que había sido conservado como entrada al edificio y como recuerdo de la arquitectura colonial derrumbada por el desarrollo, se abrió a las 11:38 de la noche. El portero me despidió con una frase habitual y aplicable a toda la ciudad: "tenga cuidado, que este sector es muy peligroso".  En la recepción me esperaba una pareja de desconocidos, con quienes debía cerrar el negocio. 

No cruzamos más palabras que las de un frío saludo. Tanto ellos como yo, habríamos evitado aquel encuentro de haber sido posible. Salimos en busca de algo de comer, sabiendo que a esa hora el centro de la ciudad es un hervidero social. Ellos llevaban el contrato en un sobre de manila de tamaño oficio y solo necesitaban mi firma, y yo llevaba todas las intenciones de estampar mi rúbrica en aquel maldito papel. 

En el camino hasta la pizzería repasé a mis acompañantes. Ella vestía unos jeans desteñidos y una camiseta que alguna vez fue negra, su pelo estaba en desorden y su cara guardaba muchos interrogantes. Él, vestía un traje formal, pero olvidado. Caminaban mirando al piso, evitaban a la gente y en todo el recorrido nunca me miraron a los ojos. 

Pedímos gaseosa con un trozo de pizza y nos sentamos en el rincón junto al baño. Me bebí la gaseosa de un sorbo, como si fuera un trago fuerte. En medio del bullicio que rondaba el ambiente y de la incomodidad de la situación pedí el documento para firmarlo. No quise leerlo. Firmé, mordí la pizza y salí sin decir palabra. 

Aquella noche recorrí toda la ciudad. Caminé entre delincuentes, jíbaros, prostitutas, borrachos, indigentes y desquiciados. Nadie me miró.  Es como si toda la ciudad supiera que acababa de vender mi alma.