lunes, 10 de noviembre de 2014

Colegas

Salió del juzgado en medio de la consternación por el veredicto. Era viernes. A pesar de estar fuertemente custodiado, un mar de cámaras y micrófonos lo ahogó cuando intentaba bajar las escalas. Miró su reloj y entendió que era la hora de los informes en directo. Entre la avalancha de preguntas sin orden y sin sentido, se impuso la voz fuerte de un periodista, de eso sin edad, con una cara gris y un traje venido a menos, que más que respuestas le exigía una confesión. Detuvo su paso de inmediato. Miró al veterano periodista y lo vio con los ojos fruncidos, como buscando un agujero entre sus cejas. Sin pensarlo, escupió una respuesta casi tan abrupta como las preguntas que le habían lanzaban. "Por culpa de colegas como ustedes", dijo. Luego se montó al vehículo. Esa tarde recordó una frase de un profesor de la Universidad: los periodistas son tan peligrosos como un adolescente drogado portando una pistola. 


lunes, 27 de octubre de 2014

Premoniciones

Aunque nunca supo por qué, aquel nombre "Tuniche" en la etiqueta de la botella siempre le causó gracia. Tal vez esa sonrisa evocadora pero inexplicable que le generaba esa curiosa palabra en la etiqueta había convertido al frasco en una de las pocas cosas sobrevivientes en el viejo y vacío caserón; pero le había llegado su hora. Se había dado cuenta que esa noche tenía demasiadas premoniciones de desgracia y quería alejarlas. Quitó el corcho sin olerlo y se bebió la botella completa, de un solo sorbo.  En cuestión de minutos, se quedó dormido. Despertó 12 horas después con un fuerte dolor de cabeza, y cuando intentó levantarse, miró a su lado y vio las premoniciones, plácidas y seguras, durmiendo a su lado. 

domingo, 12 de octubre de 2014

Desde el punto penal

A Rafael le incomodaba demasiado el ritual de entrenar lanzamientos desde los 12 pasos. Para él, esta parte de la práctica no era más que un fusilamiento continuo, innecesario y aburridor del arquero del mismo equipo. Nada especial, solo perdida de tiempo. No había público ni prensa que presionara, como en los partidos que él llamaba "de verdad". Siempre pregonó que cuando se llegaba a esta instancia era porque ninguno de los dos equipos había merecido ganar, y que de ahí en adelante el asunto no era más que de "mísera suerte". De allí, que generalmente se desentendiera de esta parte de la práctica, se acostara en la cancha y se dedicara a mirar las nubes. 

Eso sí, en esta ocasión, tener a su compañero Pérez al frente, a quien apodaban "El Imbatible", como objetivo en la mira, significaba algo especial. Esta vez no puso el dorso contra la hierba para aislarse de la práctica, sino que para sorpresa de todos en el equipo pidió ser el primero en probar desde los 12 pasos. Acomodó el balón, tomó cinco pasos de distancia y despachó un verdadero misil hacia la puerta; hacia el portero. "Le pegó como con rabia", dijo más tarde Restrepo, el utilero del equipo cuando llegaron los directivos del club a indagar por lo que había pasado. 

Rafael cambió de club. Se fue a un equipo de segunda, que en dos años logró el ascenso. Allí esperó con paciencia tres años más, mientras cosechaba triunfos y marcaba goles. Una tarde de domingo, el fútbol lo puso nuevamente frente a Pérez. Esta vez en la definición del título de Liga. Antes del cobro, Rafael se acercó a Pérez y le dijo al oído: "Pocas veces la vida te da la posibilidad de fusilar simbólicamente a quien se quedó con la mujer que has amado en silencio". 

 

martes, 1 de julio de 2014

Sin diván

No había diván, pero Augusto no paraba de hablar. Le contó todos los detalles de la discusión que tuvo con Juliana la noche anterior. Le detalló día a día los tortuosos tres años que llevaba viviendo con ella. Le habló de sus incomprensiones, del día que tuvo que amarrarla porque quería herirlo con un puñal y del problema en que según él se había vuelto todo. Finalmente, le confesó sus reincidentes intenciones entre suicidas y asesinas, y le detalló todo lo ocurrido. Cuando paró de hablar, miró al frente. Allí seguía ella, escuchándolo sin intervenir, con una grabadora en la mesa, un diploma de abogada en la pared y un letrero traslúcido en la puerta que decía: "Fiscal 4". No había diván.  

domingo, 4 de mayo de 2014

Ginebra con limonada

Solo se me ocurrió pedir una ginebra con limonada. Este trago, algo exótico para un menor de edad procedente de un barrio marginal, lo conocí un día que el papá de una amiga rica se embriagó con sus amigos mientras yo pasaba la pena de conocer a toda la familia. El mesero me lanzó una mirada inquisidora, la cual calmé con un billete sobre la mesa. Estaba tomándome un trago en el bar más costoso que había en la ciudad, como se lo había prometido a ella desde el primero hasta el último día. Tanto el anciano que me atendió como yo sabíamos que mi trago era de clase, pero yo no.

Lo probé, lo saboreé y empecé a tomármelo con lentitud. Cuando iba por la mitad, subí la copa a la altura de la cabeza y grité con fuerza ante la mirada de sorpresa y de reproche de los pocos asistentes al bar aquella noche de martes: ¡a tu salud!... El silencio fue cómplice de aquel momento casi eterno, que solo se rompió con la escandalosa aparición de los 10 policías que entraron por mí. Un asesino de mujeres como yo, a los 17 años de edad, podía darse el lujo de tener una celebración con clase, pero no un arresto silencioso.

jueves, 17 de abril de 2014

Amistad a todo precio

"Todos tenemos un precio", sentenció aquella abogada gorda mientras me explicaba que para poder dejar libre a mi primo Juan necesitábamos de la declaración de Ospina. "Ni él ni yo lo tenemos", le repliqué. "Los principios no se negocian, y sé que él tiene unos tan firmes como los míos", agregué. 

La doctora era una mujer "culta", famosa por su habilidad verbal; así que no le dí tiempos largos para exponer o argumentar. La obligué a hablar con intervenciones cortas, lo que sabía que la incomodaba bastante. "Lo suyo está claro, prefiere hundirse en esta cloaca; pero Ospina está afuera y si usted lo convence... ", "Le repito que es intachable", interpelé. "Nunca haría algo ilegal. Meto la mano al fuego por él. Por eso, ni yo le diría que lo hiciera, ni él esperaría que yo se lo propusiera, y sé que él jamás haría lago así, ni siquiera por esa cantidad de dinero". 

La abogada me miraba con unos ojos obesos como su cuerpo. Era exitosa. No había perdido un solo caso en varios años, pero todos sabían que sus estrategias "jurídicas" eran el engaño y la manipulación. "Ya verá que en dos días declara", sentenció antes de salir.

Ospina había sido un profesional recto. Lo conocí en la Universidad y desde entonces fuimos amigos. Tenía cuerpo de basquetbolista, cara de predicador y mente de teniente. Le gustaba la lectura. Tenía tres hijos y una hoja de vida intachable en sus doce años de trabajo como ingeniero residente en diferentes obras. Hacía ocho meses que no lo veía, desde el día en que me encerraron por acompañar a mi primo a una vuelta por el barrio. 

Era jueves el día que me llamaron a la oficina del director. Estaban él y la abogada. Yo llegué antes que mi primo. La cita era para los dos. "Tiene usted un amigo que lo aprecia demasiado", dijo la abogada con tono de dictadora, y agregó, "Ospina lo aprecia tanto que confesó la verdad". El director me miró complaciente y anunció: "tengo en mis mano la boleta de salida. No quiero problemas. Así que salgan antes de que a él lo entren. Nunca es bueno que un par de hombres buenos, que han pagado casi nueve meses de  cárcel injustamente, se encentren en un pasillo con el culpable de esa injusticia".  Mi primo me abrazó fuerte. 

martes, 15 de abril de 2014

El último contrato

El viejo portón verde de madera que daba a la calle Bolivia y que había sido conservado como entrada al edificio y como recuerdo de la arquitectura colonial derrumbada por el desarrollo, se abrió a las 11:38 de la noche. El portero me despidió con una frase habitual y aplicable a toda la ciudad: "tenga cuidado, que este sector es muy peligroso".  En la recepción me esperaba una pareja de desconocidos, con quienes debía cerrar el negocio. 

No cruzamos más palabras que las de un frío saludo. Tanto ellos como yo, habríamos evitado aquel encuentro de haber sido posible. Salimos en busca de algo de comer, sabiendo que a esa hora el centro de la ciudad es un hervidero social. Ellos llevaban el contrato en un sobre de manila de tamaño oficio y solo necesitaban mi firma, y yo llevaba todas las intenciones de estampar mi rúbrica en aquel maldito papel. 

En el camino hasta la pizzería repasé a mis acompañantes. Ella vestía unos jeans desteñidos y una camiseta que alguna vez fue negra, su pelo estaba en desorden y su cara guardaba muchos interrogantes. Él, vestía un traje formal, pero olvidado. Caminaban mirando al piso, evitaban a la gente y en todo el recorrido nunca me miraron a los ojos. 

Pedímos gaseosa con un trozo de pizza y nos sentamos en el rincón junto al baño. Me bebí la gaseosa de un sorbo, como si fuera un trago fuerte. En medio del bullicio que rondaba el ambiente y de la incomodidad de la situación pedí el documento para firmarlo. No quise leerlo. Firmé, mordí la pizza y salí sin decir palabra. 

Aquella noche recorrí toda la ciudad. Caminé entre delincuentes, jíbaros, prostitutas, borrachos, indigentes y desquiciados. Nadie me miró.  Es como si toda la ciudad supiera que acababa de vender mi alma.  

lunes, 24 de marzo de 2014

Llamada de advertencia...

El teléfono no paraba de repicar. Inicialmente quise ignorarlo, pretendiendo que se hubieran equivocado de habitación. 

Posteriormente, quise suponer que buscaban a la señora que hizo la habitación, pues hacía solo unos minutos acababa de salir; justo cuando yo entraba de la maldita cita en el juzgado de aquella enorme ciudad. Rápidamente recordé que la señora tenía consigo un walkie talkie por el que se comunicaban con ella de la administración. 

Por quincuagésima vez volvió a sonar. Ante la insistencia, quise jugar a las analogías comparando el repicar constante con el llanto de un niño recién nacido que solo reclama atención. Tampoco funcionó. Yo sabía que no requerían de mi atención, que no reclamarían mi presencia; sino que exigirían mi ausencia. 

No paraba de repicar. ¿Sería el mismo sujeto que trató de hablarme antes irme a declarar? Podía hacer lo mismo: contestar y guardar silencio, para volver a escuchar esa voz incierta, que en una sola línea se confundía entre la amenaza y la súplica en tono imperativo: "¿Rodriguez, está ahi?, ¡Rodriguez!, ¡Tengo que hablar con usted, sobre lo que va a declarar!, ¡Rodríguez!"...  Fue lo único que escuché. Un corto silencio en la línea, y yo salí raudo hacia los juzgados del centro. ¿Sería el mismo?, yo ya había declarado y no veía razón para que volviera a llamar.  

No quería contestar. El teléfono guardó silencio un momento, como para coger impulso. Nuevamente empezó a sonar. Hacía una hora había dicho ante un juez lo que realmente yo había visto. Tenía la tranquilidad de todo aquel que dice la verdad. Empaqué el maletín y me dispuse a salir. El teléfono nunca paró de sonar. Lo tenía resuelto, era cuestión de contestar y no hablar. "¡Rodríguez, escúche atentamente: no salga del hotel que lo van a matar, repito: no sala del hotel!". Salí raudo. Mi vuelo salía en 40 minutos y antes debía atender una ineludible cita con la muerte. "¿Rodríguez, escuchó, escuchó?", repetía la voz incierta en un teléfono distante cuando en la puerta del hotel recibí los primeros impactos. "¡Rodríguez, Rodríguez!"... 


sábado, 15 de marzo de 2014

En el estante

Si yo fuera de las personas que le hacen caso a las corazonadas, me habría ido para mi casa aquel 18 de enero sin cruzar la puerta para entrar al almacén. Sentía algo extraño en el ambiente, pero no adivinaba a saber qué: tal vez el nubarrrón negro que se asomaba en el Alto de los Pérez, las dos señoras que conversaban en la entrada, el vigilante exterior que caminaba como si fuera presa de un sonambulismo casual o el carro verde parqueado a 25 metros de la entrada. Todo era tan cotidiano que me sentí extraño. Pese al presentimiento, entré. 

Los buenos tiempos del almacén el Tambor habían terminado el día de mi última visita 28 años atrás. El ambiente era húmedo, lo único que se había renovado era una caja registradora, el aire tenía un olor a tiempo acumulado y las estanterías estaban casi vacías. La cajera era la misma y el administrador también. De no ser por las arrugas marcadas en sus rostros afirmaría sin duda que el tiempo en aquel almacén estaba detenido hace muchos años.

Una empleada delgada, canosa, encorvada y lenta se me acercó sin mirarme. Arrastraba sus palabras al ritmo parsimonioso de sus pies . "¿Olvidó algo,señor Cardona?", me dijo. "No creo", le respondí. "¡Tal vez fue el el tiempo el que se olvidó de mí!". Desde entonces, sigo atrapado en el estante.  

domingo, 9 de marzo de 2014

Ascensor

Pensé en devolverme, en pedir disculpas, retirar lo dicho y decirle que había sido un error mío escribir aquella carta. No lo hice. Sabía que en cuestión de segundos el ascensor se abriría y yo escaparía de aquella vieja oficina y de aquella rutina absurda en la que había perdido 16 años de mi vida. Las luces mostraban los números descendentes que se iluminaban y se apagan de forma consecutiva: 15, 14, 13... Una vez dejara "el maldito piso 6", como lo habíamos denominado, rompería por fin con esa particular marca del sistema esclavista que se conserva en los sistemas de producción postmodernos y que llamamos "jefe". Mantuve la vista en el panel luminoso. Cuando la luz marcó el número 7, avancé hacia adelante la pierna derecha, al mejor estilo del atleta que escucha concentrado la orden de "listos". 

Cuando la puerta se abrió, entré apresurado y con la vista en el techo. Con la misma incomodidad de todos los allí empaquetados, evitando mirar a los eventuales compañeros de aquel estrecho y eterno viaje. Adentro, un nuevo panel luminoso siguió la cuenta regresiva,: 4,3,2... Y luego unos números negativos. Llegué hasta sótano 7, el último, el más hondo. Era el final. Cuando se abrió la puerta, entendí que había caído demasiado bajo. 

domingo, 2 de marzo de 2014

Humo y madrugada

Cualquiera sabe que cuando tocan la puerta de la casa a las 3:00 de la mañana, nada bueno puede esperar. 30 años atrás, cabía la posibilidad de que fuera una broma de algún amigo del barrio, o algún borracho equivocado de casa por los efectos del alcohol. Esta vez, no había error. El miedo anidó de inmediato en el cuerpo de Mauricio. Los golpes a la puerta despertaron el vecindario entero y se transformaron en empujones para tumbarla. Sabía que venían por él. Había pasado tres días allí encerrado, drogado, alejado de todos, purgando en silencio una culpa que no era suya. La puerta cayó y se oyeron pasos hacia la habitación. Mauricio aspiró el último humo de su vida, exhaló lentamente, y su miedo salió volando en compañía de su alma. 


lunes, 6 de enero de 2014

Salto al vacío

Cada que se asomaba por la ventana veía el pasillo de la entrada a los parqueaderos del edificio. El flujo era poco, pero mirar cada carro que salía o entraba era la acción que le permitía mantenerse despierto para tomar las decisiones correctas. La imagen de aquel pasillo era suficiente. Cuatro noches se mantuvo callado, en la misma posición, ante la misma ventana. En cada vehículo que salía fue montando mentalmente los proyectos que tenía pendientes.  En cada carro que entraba, encaramaba las razones para explicar lo que haría. La quinta noche, cuando entró un razón de peso, se lanzó al vacío desde aquella ventana. 

miércoles, 1 de enero de 2014

Noche de ciudad

Pocas veces en su vida había escuchado en las calles de su ciudad un rumor silencioso como el de los amaneceres en el campo. Aquella era una noche diferente. Su ventana le servía de balcón para mirar las sobras que eventualmente cruzaban raudas buscando refugio lejos de las luces del alumbrado público. Por un minuto solo se escuchó el viento. De un momento a otro, comenzaron a mezclarse el ruido de las hojas secas al ser pisadas por las sombras que corrían, las sirenas de la policía que amenazaban con irrumpir en el cuadro de silencios y los sones lejanos de alguna celebración extraña de jóvenes de un barrio vecino. A la vuelta de la esquina reposaban un cadáver y una ciudad que ardía en otro silencio sin fin.