Luciana se metió a la ducha todavía amodorrada por el breve sueño que se permitió en el sofá después de llegar del trabajo. Abrió la llave del agua caliente y cuando mojó las primeras partes de su cuerpo se dio cuenta de que tenía puesta la camiseta. No le importó. La noche era joven para preocuparse por insignificancias, pensó. Cuando salió, el frío que hacía en la ciudad se coló por una ventana medio abierta y le provocó un escalofrío momentáneo. En ese momento le entró una llamada de Said.
Se quitó la camisa emparamada, se sentó en el borde de la cama y se envolvió en una toalla mientras miraba quién le estaba marcando. Se desilusionó, pero contestó. Al otro lado de la ciudad, en una bucólica y vetusta oficina de siquiatra, con la corbata a media asta, las mangas de la camisa remangadas y la cara de quien había trabajado en un caso complicado todo el día estaba él, su médico y confidente, al que a pesar de la insistencia ella nunca le permitió otra categoría.
- "¿Qué quiere ahora el rey de las llamadas en momentos inapropiados?", preguntó Luciana sin siquiera saludar.
- "Nada importante, como siempre. Sólo saber ¿por qué dejaste la ventana abierta? y ¿por qué te bañaste con la camiseta puesta?", replicó él.
Luciana no dijo nada. Colgó y estalló en llanto. La descomponía totalmente que Said quisiera controlarle la vida.