miércoles, 20 de marzo de 2024

La próxima estación

Habían pasado 23 años desde que Marcelo emigró a Portugal huyendo de todo: de una ciudad que le quedaba pequeña, de la violencia en las calles del barrio, de la falta de oportunidades laborales, de una familia destruída y principalmente de Carolina, la mujer con la que creyó que lo había vivido todo. 

Estaba de paso fugaz por Colombia. Debía cerrar dos negocios en Bogotá como subgerente de la empresa de telecomunicaciones en la que lleva ya doce años trabajando. Llegó en la noche, y en una sola jornada bien trabajada dejó todo listo. Tenía tiquete de regreso a Lisboa para el día siguiente al inicio de la noche. Nunca supo cuál fue la razón real, pero aprovechó para volarse a Medellín. madrugó en el vuelo del sábado a las 7:00 a.m. y compró tiquete de regreso para las 4:00 de la tarde. Así le daría la escala sin problemas. 

La tarde sabatina en su natal Medellín estaba lluviosa. Era la 1:38 p.m. cuando tomó el Metro en la estación de La Estrella, municipio en el visitó a su Tía Rosalba en el hogar gerontológico, para saludarla y despedirse para siempre de la única persona a la que le guardaba algún cariño en esta ciudad. Su destino era bajarse en la estación Exposiciones y tomar un vehículo hacia el aeropuerto, con la idea de no volver nunca más. 

Aprovechó la poca cantidad de pasajeros para pasearse por varios vagones, como lo hacía en sus años de universitario. En el vagón que abordó iban una pareja dedicada a los besos, cuatro jóvenes con uniforme color naranja, integrantes de algún equipo de microfútbol y un adulto con uniforme de las Empresas Públicas de la Ciudad. Pasó al vagón siguiente y vio en él a un anciano de sombrero, a una adolescente con pinta de metalera y a una familia completa, con los dos padres y tres niños en escalera, de unos 5, 7 y 9 años. Cuando llegó al tercer vagón ya habían pasado 4 estaciones. 

Repasó visualmente. En el rincón, sentado frente a Marcelo, estaba un hombre, que lo miró con inquietud, vestido con unas botas y un buzo verde ceñido al cuerpo. Al fondo del vagón, se veía una anciana con un bastón en la mano y a su lado una niña de unos 11 años y dos mujeres cuarentonas, que incluso sentadas, tomaban por el brazo a la abuela. El hombre de las botas se bajó en la estación Poblado. 

Cuando Marcelo llegó al cuarto vagón sintió un aire extraño. En el ambiente había un olor que no identificaba pero que le resultaba evocador.  Siguió con su ejercicio. Al lado izquierdo, sentados, iban dos cuarentones discutiendo por un tema de fútbol. Al frente de ellos, viajaban tres mujeres con falda larga, el cabello suelto y cada una con una biblia en la mano. Junto a la puerta de la izquierda, iba recostado un albañil con un maletín de cuero a sus pies en los que se asomaban algunas de las herramientas de su oficio. Marcelo se fijó en la almadana y el cincel que se asomaban por el deteriorado cierre y de inmediato clavó con sorpresa la mirada en una mujer que estaba parada junto a la puerta de la derecha, la más lejana al lugar donde él estaba, esperando la próxima estación. La vio desde un costado y sintió un remesón.       

Una mujer de esa estatura, con un porte elegante, de cabello rubio, de pómulos altos, con un rostro alargado como su cuerpo, con ojos brillantes, ensimismada en la música que escuchaba en sus audífonos grandes, con unos senos prominentes y un pequeño lunar en el antebrazo cerca al codo no podía ser otra que Carolina. Repasó su figura. Después de un instante de duda, se puso a mirarla fijamente. Recordó que su Carolina siempre usaba el reloj en la mano derecha. El lunar, el reloj y su cara delgada fueron las pistas determinantes. 

Marcelo se quedó inmóvil unos segundos. Pasaron 23 segundos. Mientras decidía si gritarle o cruzar el vagón para hablar con ella, el tren llegó a la estación Industriales. Carolina bajó del vagón caminando con prisa, como si esta vez fuera ella la quería huir de todo. Marcelo caminó hacia la salida, pero la puerta se cerró frente a él.  Mientras siguió con la vista a Carolina, que subía las escalas, escuchó por el parlante: "próxima estación: Exposiciones". 

jueves, 14 de marzo de 2024

Lectura entre líneas

En la sala de la cabaña, la chimenea estaba encendida desde las 5:00 de la tarde. El frío era tan fuerte que no quisieron seguir caminando la ciudad en invierno, como se lo habían propuesta cuando programaron el viaje. Converesaron frente al fuego hasta que a ella se le empezaron a cerrar los ojos. 

Se la habían pasado hablando de "autores universales", una categoría imprecisa que les permitía debates eternos. Carla insistía en que Kafka tenía que estar encabezando esa lista y Martín no paraba de discutirle que nunca habría argumentos para ponerlo al lado de Hesse, de Poe, de Dickens o incluso de Hemingway. Ella insistió con el argumento de que el alemán fue pionero en la mezcla del realismo con la ficción y Martín le alegó que un escritor tan perfeccionista y obsesivo se vuelve muchas veces inentendible para muchos tipos de público. Se pasaron horas discutiéndolo hasta que el tema estuvo agotado sin llegar a ninguna conclusión. 

Hablaron de autores, de textos y de géneros. Casi a la media noche,  mientras la nevada arreciaba afuera, a Martín se le ocurrió plantear el tema del invierno en la literatura. Carla ya había recostado en el mueble, pero escuchó atentamente el resumen copioso que él hizo de "la tormenta de nieve" de Tolstoi, después de algunos apuntes que ella aportó sobre "Orlando", de Virginia Woolf. 

Aunque la madera encendida en la chimenea iluminaba con una luz tenue toda la sala y le daba un ambiente romántico a la escena, contrario a sus otros viajes por el mundo esta vez la intelectualidad había superado la sexualidad que ambos se despertaban. Martín pensó sin decirlo que el invierno no solo se había apoderado de la conversación sino de sus cuerpos. 

Ella tuvo la mente clara hasta que la empezó a atacar el sueño y él firme intención de seguir conversando hasta que se le atravesó la idea de que el fuego entre ambos había desaparecido. Un silencio largo se apoderó de la sala.

- "Ya te estás durmiendo", dijo él. "Discúlpame por extender la conversación. La verdad, me genera un placer intelectual hablar de libros. Duerme tranquila, que ya es tarde".  La tomó en sus brazo, la llevó a la habitación y la acostó en la cama entre edredones, cobijas y almohadas. Regresó a la sala y agregó en voz baja: "tarde no; es demasiado tarde... para los dos". Esa fue su lectura. 

lunes, 11 de marzo de 2024

Amor inteligente y amor desconocido

- ¿Te sirvo otro vino?, preguntó Antonella. 

Por enésima vez, no hubo respuesta. Esa noche celebraban el viaje a Europa al que lo enviaría la empresa a él para una capacitación técnica en la casa matriz de la compañía en Luxemburgo. Después de un silencio breve, Alexander continuó con la historia que le estaba contando antes de que ella se levantara a buscar la botella. 

"A Luis XIII le decían El Justo. Imagínate que fue al mismo tiempo Rey de Francia y de Navarra. Fue uno de los seis hijos de Enrique IV de Francia con María de Médici. Los otros hijos de su padre los tuvo por fuera del matrimonio y por eso los tildaban de hijos bastardos..."

Pasaron la noche en el apartamento de él. Antonella sirvió el tercer vino. Volvió a recostarse en su pecho y lo siguió oyendo con atención. Ella es de esas mujeres a las que les gusta más escuchar que ser escuchadas. Disfrutaba de los conocimientos profundos, dispersos, variados y muchas veces inservibles de su novio.  

- ¿Cómo sabes todo eso?, preguntó ella, aprovechando una pausa en el relato de Alexander. 

La habitación solo tenía encendida la luz de la pequeña lámpara del nochero. Él seguía inmerso en su relato y nuevamente obviaba e ignoraba las pequeñas interrupciones. Para Antonella, daba lo mismo que le contestara o no. Amaba tanto sus historias como sus silencios. 

"Como su padre fue asesinado cuando él tenía nueve años de edad y era demasiado joven para poder reinar, su madre asumió la regencia en nombre de su hijo. Estando en el poder, pactó la paz con España y para hacerlo casó primero a su hija Isabel de Borbón con el infante Felipe, y después a su hijo Luis XIII con la infanta Ana de Habsburgo, que también era hija del rey Felipe III". 

Antonella se perdía en las historias. La enganchaban un rato, pero lo extenso de los relatos y los efectos del vino la hacían perder el hilo. A las 3:30 de la mañana sirvió su sexto vino, el último al que le llevó la cuenta. 

- Esa reina me cae bien, alcanzó a murmurar Antonella mientras desocupaba rápidamente la copa.   

"Imagínate que las decisiones de la reina la metieron en muchos líos. El problema mayor es que no tenía buenas relaciones con su hijo, que era el heredero legítimo de la corona. Cómo sería, que Luis XIII organizó en 1617 un golpe de Estado y exilió a su madre".

A Antonella le atraía su perfeccionismo tanto como su egocentrismo, pero le aburría la monotonía. Admiraba muchísimo el rigor que Alex tenía con los datos y la precisión que manejaba en los detalles con los que armaba sus historias, pero los monólogos que asumía por horas le daban sueño y le causaban tedio. 

- ¿Dejamos para mañana el resto de la historia?, preguntó Antonella con voz gangosa y arrastrada. 

"Lo mejor es que la reina se escapó de la prisión y se sublevó contra su hijo. Así fue como se armó la llamada guerra de la madre y del hijo, que tuvo que ser solucionada por el cardenal Richelieu, con el tratado de Angulema. La mamá no quedó satisfecha y volvió a levantarse en armas contra su hijo. Esa fue la segunda guerra de la madre y el hijo. Para evitar más complots, el rey aceptó entonces el retorno de su madre a la corte".

En la Universidad, Alexander había sido monitor en varios grupos de investigación, había sido lector para ciegos en la biblioteca y se había graduado con honores con un promedio de 4,8 en la carrera. Antonella siempre estuve cerca de él, pero la relación de pareja solo se concretó unos años después, cuando él terminó el doctorado.  

"Para no alargarte más la historia, María de Médici volvió a París y se dedicó el resto de si vida al mecenazgo de artistas y a la construcción de su Palacio de Luxemburgo", continuó Alexander. Y agregó: "Pero ojo, no hay que confundirse, el Palacio no está en Luxemburgo, a donde es mi viaje, sino en París".

La luz del amanecer entró por la ventana. Antonella dormía plácidamente hacía dos horas con la seguridad de que su amor por Alexander y por su inteligencia era el más puro. 

Cuando terminaba de contar la historia, Alexander se percató de que ella estaba dormida, recostada sobre su pecho. La miró con intriga, pensó y caviló un momento, se reconoció a sí mismo que realmente la amaba por lo que no sabía de ella. Se levantó, se sirvió un vino y se sorprendió de saber que estaba profundamente enamorado de una desconocida.