Era una casa antigua, con algunas paredes de tapia, un portón viejo y un patio gigante en el que se perdían los recuerdos. Tenía siete habitaciones, una cocina más vieja que la casa, dos baños, un pasillo de los que en los pueblos llaman zaguán, y una sala tan grande como el miedo que me producía quedarme allí solo. También, había un solar con cara de selva amazónica, saturado por un montón de maleza que a mis escasos 10 años de edad me servía para entender el trapecio amazónico del que tanto hablaba el profesor de geografía. Por más que cortábamos y limpiábamos aquellos arbustos, al otro día amanecían de un tamaño gigante, como sembrados a propósito por algún vecino desquiciado al que nunca pudimos descubrir o por algún sujeto mitológico, al que sólo yo podía ver, que aparecía en las noches, azadón en mano, para hacernos la maldad. A mi primo Luis y a mí nos tocó repartirnos los siete días de la semana para limpiar aquel inmenso solar en el que diariamente construíamos historias y descubríamos diferentes especies de insectos. Ya en la escuela, dos años atrás, la señorita Regina nos había vendido la idea de capturar insectos para coleccionarlos en un corcho cuadrado al que con demasiada obviedad no le cabía otro nombre sino el de “insectario”. Con lluvia o con sol, a mi primo y a mí nos tocaba llegar del liceo a cumplir la tarea de jardineros y campesinos que la tía Fanny nos escrituró. Yo odiaba aquel solar. Todavía lo odio. Gracias a mi tía, a mi primo Luis y a las recomendaciones tempraneras de la señorita Regina, me convertí en un cazador de insectos demasiado sectario. Hoy en día, ese corcho ha crecido desproporcionadamente, tiene clavadas más de 2000 especies y ocupa un lugar en todos mis sueños.