Cuando Diego volvió al jacuzzi, notó que la espuma había desaparecido un poco. También pudo observar que Irene tenía la mirada perdida. Lo que no pudo percibir fue su corazón trastornado. Sin decir palabra y sin sospechar que ella lo había escuchado, él quiso retomar donde iban, pero ella, desesperada, y con la cara llena de soberbia, salió del agua y empezó a caminar en círculos por el amplio baño, tratando de seguir las caprichosas líneas que tenía el baldosín. Desnuda, mojada y exaltada, Irene le lanzó una última mirada cargada de desprecio, abrió la puerta y salió hacia a la habitación totalmente en silencio. Diego pensó que lo que la había incomodado era que él se hubiera demorado mucho rato en el teléfono. Permaneció en el jacuzzi 10 minutos, esperando que a ella se le pasara el enojo y pensando qué decirle para poderse ir.
Entró a la habitación, ya vestido, haciéndose el enojado, tomó la chaqueta, miró a Irene tendida en la cama llorando una pena que nunca supo si era de rabia, de decepción, de tristeza, de ingenuidad, de cólera, de culpabilidad o de envidia. "Voy a comprar licor y a dar una vuelta para calmarme", le dijo, y salió tirando fuerte la puerta. Ella se quedó allí pasmada, resistiéndose a creer lo que había escuchado, esperando despertar de su pesadilla. Se tomó dos pastas y se quedó dormida. Cuando el despertador sonó, Diego no había regresado.
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