Juan Antonio nunca se imaginó que lo despedirían de la empresa. Cuando lo
hicieron, nunca supo por qué. La decisión lo tomó por sorpresa y la asumió con
buen humor. No se preocupó en lo mínimo, pues creía que con su hoja de vida y
sus contactos no tendría problema en encontrar trabajo rápidamente en otro
lugar.
Estaba comprometido con Sara, una joven intelectual de 26 años de edad,
negociadora internacional, que trabajaba con una empresa minera gigantesca. Él vivía
en un pequeño apartamento en el Norte. Ella, en una mansión campestre con sus
padres en las afueras de la ciudad. Faltaban 3 meses para la boda y la mamá de
Sara ya había hecho toda la planeación con una empresa de wedding
planners.
Juan Antonio tenía 34 años de edad y trabajaba como contador en una empresa
importadora de sillas y productos de plástico. Era un profesional destacado,
con liderazgo en su equipo de trabajo y con el reconocimiento de todos en la
empresa por su puntualidad, su caballerosidad y la calma con la que tomaba las
decisiones en los momentos tensos. Su intempestiva salida de la compañía los
sorprendió a todos.
Con Sara, había acordado casarse después de que ella se graduara de la especialización en
gestión aduanera que estaba terminando. Llevaban 4 años de novios. Un mes
después de la salida de Juan de la trabajo, acordaron posponer la fecha
mientras él volvía a organizar su vida laboral.
Quiso mantener el nivel de vida que llevaba y empezó a gastarse el dinero que
le dieron por la liquidación. Rápidamente le tocó empezar a vivir con lo que
tenía ahorrado. Pasados 4 meses, decidió no volver a pagar el arriendo del
apartamento en el Norte y pasarse a uno más pequeño en un barrio de estrato 3,
en el occidente, a pesar del disgusto de Sara.
La situación se le puso difícil, no tenía parientes en la ciudad y ninguno
de sus pocos amigos pudo o quiso ayudarle. Le pidió ayuda a algunos de sus
excompañeros de trabajo hasta que descubrió que estaba absolutamente solo. Al quinto
mes vendió todo lo que tenía: la ropa, la moto, los relojes, los muebles, la
cadena que había heredado de su papá, el celular y el escudo de oro que le
habían dado cuando cumplió los cinco años de servicio en la importadora. Sara
no volvió a contestarle las llamadas que empezó a hacerle desde el teléfono
minutero de la farmacia y tiempo después, una vez que le marcó al número de la
casa, le dejó la razón de que no la volviera a molestar más.
El día que llegó la policía al barrio a buscarlo con una orden de desalojo
por incumplimiento de pago no supo qué hacer. Aceptó que era demasiado difícil
encontrar un empleo formal. Para conseguir algo de dinero empezó a vender cosas
en la calle: lapiceros, galletas, confites y bolsas de basura. Recolectó cartones
y botellas para venderlos como reciclaje y empezó a dormir en pensiones en las
que pagaba la noche.
Al séptimo mes la situación se le volvió caótica e inmanejable. Se le
empezaron a dañar los diente y ya no tenía ropa para cambiarse. Pensó en suicidarse
pero le faltaron agallas, las mismas que sí tuvo para empezar a robar. Al
principio, les robaba a los borrachos en las noches. Luego, siguió con las
ancianas que madrugaban a los oficios religiosos. Después, empezó a hacerlo en
las ciclorrutas y finalmente lo hizo en todo momento y a todo tipo de
personas.
Se asumió como delincuente profesional y en su nuevo oficio aplicó los
conocimientos que tenía de contador. Administró el dinero que conseguía, se
compró un revolver y una moto de alto ciclindraje, se arregló la dentadura, compró ropa lujosa y alquiló una habitación en un
barrio de estrato 3. En el mundo del hampa se ganó rápidamente el respeto por
su seriedad y la forma metódica como planeaba los asaltos. Lideró una banda y empezó a
robar bancos y casas lujosas en las afueras de la ciudad.
Después de haber asaltado la empresa importadora de plásticos y de dar el
gran golpe al robar en las oficinas administrativas de una empresa minera
gigantesca se enamoró de una de las mujeres de su banda llamada Sara y se fue a
vivir con ella en una apartamento al norte de la ciudad.
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