miércoles, 19 de marzo de 2025

El lector del bar

 Después de leer durante otra media hora los cuentos del blog de Jota, se levantó de la silla y pagó la cuenta en efectivo, con el dinero completo. Su trabajo con el carro en las aplicaciones le permitía mantener billetes de diferente denominación en todo momento. Metió 5.000 pesos en el tarro de propinas, se despidió en silencio levantando la mano y salió del bar. Cuando se marchó, Marcela, detrás del mostrador, sintió un alivio profundo. 

Aunque se fue desde las 8:30 p.m. la presencia de Rodrigo se sintió durante casi dos horas más. Mientras servía los licores que le pedían en esa noche, ella de vez en cuando levantaba la cabeza para mirar la silla que siempre ocupaba aquel hombre lector al que, sin saber por qué, le tenía un extraño miedo respetuoso. Aunque veía la silla vacía tenía la impresión de que alguien allí había levantado la mano para pedir otra cerveza. 

Rodrigo frecuentaba el bar hacia cuatro meses. Pasaba tres veces por semana. Llegaba temprano, saludaba, pedía siempre una cerveza helada y se sentaba a leer. A veces sonreía, en ocasiones fruncía el ceño y por momentos hacía mala cara. Era el efecto de sus silenciosas lecturas. Solo hablaba para pedir la cerveza o la cuenta. Cuando su mirada se cruzaba con la de Marcela, la sostenía 4 segundos con la cara inexpresiva, asentía con la cabeza y volvía a sus lecturas en la tableta o el celular. Cuando se cansaba de leer, hacía un paneo por el bar, volvía a mirar a Marcela, a sostener la mirada y a asentir con la cabeza. 

Ella nunca se habituó a ese primer cliente que llegaba temprano, se tomaba una o dos cervezas, leía, se iba y luego se quedaba en su mente por un buen rato. Le parecía incómodo estar a solas en el local con aquel hombre lector al frente. Muchas veces, sin decirle la razón, le pedía a su amiga Gloria que la acompañara un rato a abrir el bar. Sabía que el hombre se llamaba Rodrigo porque una vez que no trajo efectivo pagó con una transferencia y en el recibo vio su nombre. Era un cliente silencioso, que no molestaba a nadie y del que no tendría por qué querer saber nada, pero curiosamente quería saberlo todo. 

La noche del 8 de octubre, Rodrigo llegó tarde al bar. Entró acelerado, pidió la cerveza fría y contrario a su ritual habitual esta vez se la tomó de dos sorbos rápidos. No miró a Marcela, sacó el dinero y pagó con el mismo afán que entró. Se puso de pie, por primera vez no metió absolutamente nada al tarro de propinas y se dispuso rápidamente a salir.

- “¿Hoy no va a leer… Rodrigo?, preguntó Marcela, haciendo énfasis en el nombre. 

- “Tampoco le sostendré la mirada durante tres segundos”. Dijo él, mientras salía. “Y seguramente no sentirá mi presencia unas horas más. Ya los cuentos se acabaron”, agregó mientras salía. 

 







 

domingo, 2 de marzo de 2025

Confesión entre rones

A Mario se le soltaba la lengua con el ron. Se desinhibía, tomaba la iniciativa y hablaba con soltura hasta de temas que no debería mencionar. Elizabeth lo sabía, se aprovechó de ello, exageró un poco los gestos de comprensión, lo consoló, se comportó como si estuviera muy interesada en él y aparentó un rol de confidente fiel. Fue así, entre ron y ron, como acopió toda la información que necesitaba de él. 

Tenían varias cosas en común: habían vivido en la misma ladera de la ciudad, asistieron a la misma facultad, les encantaba el mismo licor, eran hinchas del mismo equipo, frecuentaban los mismos sitios, compartían un mismo grupo de amigos cuando iban al estadio y algo que no sabía Mario: estaban enamorados de la misma mujer que había fallecido hacía un mes. Los dos trataban de paliar el dolor a su manera, ella desde la venganza y él desde la culpa. 

- “¿Te parece si nos vemos otro día?”, propuso Elizabeth con seguridad, mientras pasaba su tarjeta para pagar la cuenta.

- “Pues la verdad, hace muchos días que no me sentía así”, respondió Mario. “Es una bella casualidad que nos hayamos encontrado aquí. Si quieres nos vemos el viernes, pero esta vez por invitación mía”, agregó.

- “Tal vez haya sido un capricho del destino, o la voluntad de algún angelito, que nos hayamos encontrado. Por supuesto que nos vemos el viernes, para que me sigas contando esa historia de tu amor inconcluso”, apuntó Elizabeth. Se intercambiaron los números de teléfono y se despidieron con un beso protocolario en la mejilla, que Elizabeth intentó que fuera sensual. 

En solo cinco semanas se volvieron muy amigos, aunque a decir verdad eran solo compañeros de copas. Nunca salían a cenar, no iban a cine, no caminaban juntos... Siempre se encontraban en los bares de la calle 33 y en sitios futboleros, incluyendo el estadio, al que siempre llegaban casi ebrios. Mario le tomó confianza a Elizabeth para hablarle de todo; hasta de Valeria. Le contó los episodios más íntimos. Elizabeth se dedicaba a recoger, conservar y torturarse con esos recuerdos ajenos. 

El primer viernes de abril, se vieron en un pequeño y discreto bar del barrio Laureles. Afuera caía una llovizna pertinaz. Adentro, las otras cuatro mesas del local estaban vacías. Solo estaban ellos dos, un cincuentón barbado detrás del mostrador que era el dueño del local y en la acera, un perro callejero que se había estacionado allí atraído por algunos pedazos de pan que aquel hombre le dejaba allí todas las noches. Se tomaron más rones de los habituales y Mario se desahogó con Elizabeth. Le contó los detalles de la noche fatal de Valeria. La banda sonora de aquella confesión fue la versión de Madonna de "Love Don't Live Here Anymore". 

- "Era una mujer asombrosa, pero al mismo tiempo inestable y peligrosa. Eso sí, debo confesar que me hizo muy feliz", dijo Mario, antes de tomarse un ron más. 

 - "Qué triste", advirtió Elizabeth, que había permanecido en silencio. Y agregó "Mientras más grande sea la felicidad de alguno, más grande será la angustia que nos genera a otros". 

Dicho lo anterior, Elizabeth paró la grabación en nota voz de su celular. Desde el primer encuentro había hecho lo mismo. Siempre que la conversación terminaba, Mario estaba tan ebrio que no se daba cuenta de lo que hacía su compañera de rones, ni siquiera se percataba de que ella siempre pagaba la cuenta. Tampoco supo nunca que Elizabeth también había perdido a Valeria.