A Mario
se le soltaba la lengua con el ron. Se desinhibía, tomaba la iniciativa y
hablaba con soltura hasta de temas que no debería mencionar. Elizabeth lo
sabía, se aprovechó de ello, exageró un poco los gestos de comprensión, lo
consoló, se comportó como si estuviera muy interesada en él y aparentó un rol de confidente fiel. Fue así, entre ron y ron, como acopió toda la
información que necesitaba de él.
Tenían
varias cosas en común: habían vivido en la misma ladera de la ciudad,
asistieron a la misma facultad, les encantaba el mismo licor, eran hinchas del
mismo equipo, frecuentaban los mismos sitios, compartían un mismo grupo de
amigos cuando iban al estadio y algo que no sabía Mario: estaban enamorados de
la misma mujer que había fallecido hacía un mes. Los dos trataban de paliar el
dolor a su manera, ella desde la venganza y él desde la culpa.
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“¿Te parece si nos vemos otro día?”, propuso Elizabeth con seguridad, mientras
pasaba su tarjeta para pagar la cuenta.
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“Pues la verdad, hace muchos días que no me sentía así”, respondió Mario. “Es
una bella casualidad que nos hayamos encontrado aquí. Si quieres nos vemos el
viernes, pero esta vez por invitación mía”, agregó.
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“Tal vez haya sido un capricho del destino, o la voluntad de algún angelito,
que nos hayamos encontrado. Por supuesto que nos vemos el viernes, para que me
sigas contando esa historia de tu amor inconcluso”, apuntó Elizabeth.
Se intercambiaron los números de teléfono y se despidieron con un beso
protocolario en la mejilla, que Elizabeth intentó que fuera sensual.
En solo cinco semanas se volvieron muy amigos, aunque a decir verdad eran solo
compañeros de copas. Nunca salían a cenar, no iban a cine, no caminaban
juntos... Siempre se encontraban en los bares de la calle 33 y en sitios
futboleros, incluyendo el estadio, al que siempre llegaban casi ebrios. Mario
le tomó confianza a Elizabeth para hablarle de todo; hasta de Valeria. Le
contó los episodios más íntimos. Elizabeth se dedicaba a recoger,
conservar y torturarse con esos recuerdos ajenos.
El
primer viernes de abril, se vieron en un pequeño y discreto bar del barrio Laureles.
Afuera caía una llovizna pertinaz. Adentro, las otras cuatro mesas del local
estaban vacías. Solo estaban ellos dos, un cincuentón barbado detrás del mostrador
que era el dueño del local y en la acera, un perro callejero que se había
estacionado allí atraído por algunos pedazos de pan que aquel hombre le dejaba
allí todas las noches. Se tomaron más rones de los habituales y Mario se desahogó
con Elizabeth. Le contó los detalles de la noche fatal de Valeria. La banda
sonora de aquella confesión fue la versión de Madonna de "Love Don't Live Here Anymore".
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"Era una mujer asombrosa, pero al mismo tiempo inestable y peligrosa. Eso
sí, debo confesar que me hizo muy feliz", dijo Mario, antes de tomarse un
ron más.
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"Qué triste", advirtió Elizabeth, que había permanecido en silencio.
Y agregó "Mientras más grande sea la felicidad de alguno, más grande será
la angustia que nos genera a otros".
Dicho lo anterior, Elizabeth paró la grabación en nota voz de su celular. Desde el primer encuentro había hecho lo mismo. Siempre que la conversación terminaba, Mario estaba tan ebrio que no se daba cuenta de lo que hacía su compañera de rones, ni siquiera se percataba de que ella siempre pagaba la cuenta. Tampoco supo nunca que Elizabeth también había perdido a Valeria.
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