Seis años después de la primera
discusión fuerte en la terraza del Hotel Caribe II en Cartagena, el fracaso era
el mismo. No importaba el lugar, siempre sus encuentros terminaban mal.
Fernando estaba cansado, pero no quería cerrar el ciclo sin intentarlo una
última vez. Cuando vio a Cristina cruzar la puerta del restaurante, se
mentalizó en que este sería su esfuerzo final.
Estaba convencido de que ella
lo amaba mucho, aunque era consciente que no tanto como él. Este era el único
argumento para no declinar en la relación, pero no le servía de explicación
ante sus amigos que lo calificaban de tonto cada que les hablaba de ella.
Las discusiones con Cristina
por asuntos insulsos se habían vuelto mucho más frecuentes que sus encuentros
presenciales. Todas las conversaciones derivaban en peleas. Esta vez, Fernando
llegó con la intención de que todo fuera diferente. Haberla citado al
restaurante Nauplia, de comida griego, el preferido de ella, había sido su
señal subliminal de querer enderezar las cosas.
Cristina llegó agitada porque
creyó que era muy tarde. Lo era. Llegó a las 8:40 a la cita de las 7:00
p.m. Su saludo fue frío, pero amable. No se excusó. Tenía puesto el
collar que Fernando le regaló cuando cumplieron los cinco años de relación y
lucía una falda ajustada, que él asumió como un indicio inconsciente de
ella.
- “¿Quieres mirar la carta?”
preguntó él. “Para beber ya te pedí este Ouzo que tanto te gusta”, dijo él
dejando escapar una sonrisa.
- “No quiero licor”, respondió
ella con la misma frialdad del saludo. Miró a la mesera, que estaba muy cerca,
y le pidió una soda con jugo de limón.
El grupo familiar y los amigos
de Fernando le advirtieron desde el principio que Cristina solo era un reto
pasajero para él. Había sido reina departamental y trabajó como modelo unos
años. Todos, menos él, creyeron que si enamoraba a una mujer como ella,
saldría rápidamente a busca otra. No fue así. A pesar de las habituales y
fuertes peleas, juntos habían logrado construir una relación duradera y
medianamente estable, que ahora pendía de un hilo.
- "Gracias por venir.
Valoro mucho que estés acá", dijo él.
- "Estaba cerca, y
aproveché porque quería aclarar algunos puntos contigo", respondié ella,
justo cuando llegó la soda. La respuesta le golpeó el alma a Fernando, que
prefirió guardar silencio mientras la mesera le echaba el jugo de limón a la
soda de Cristina.
Fernando había esperado una
hora y media. No se impacientó ni sintió rabia, pero la actitud de ella en sus
primeras tres frases obró como detonante.
- "Más que claridades
sobre puntos", comentó Fernando, "te llamé para proponerte que nos
ocupemos de uno solo: evitar que se derrumbe lo que hemos
construido".
- "No te engañes,
Fernando. Nunca se hacen edificios en terrenos pantanosos", respondió
Cristina mientras tomaba el primer sorbo de su soda.
En las cuentas de él, llevaban
9 años de relación, aunque los últimos 6 habían sido demasiados los choques. En
las cuentas de ella, la suma daba solo 6 años de problemas.
- "Disculpen",
intervino en el micrófono de la tarima el administrador del restaurante, justo
cuando se estaban subiendo los músicos. "¿Alguno de ustedes es el dueño
del Logan gris de placas LNX 840? Es que quedó mal parqueado y los agentes de
tránsito pasan mucho por acá".
Fernando cogió el llavero, el
celular y la billetera que estaban en la mesa, se levantó de la silla y salió
rápidamente. Cristina se quedó sentada y desentendida.
Cuarenta minutos después, con
la comida en la mesa, se acordó de que el carro de Fernando era un Ford Fiesta
azul que habían estrenado hace un mes para ir de paseo al Occidente. Pensó un
rato en la razón por la que habría cambiado de carro tan rápido. Media hora más
tarde, cuando terminó de comer, se resignó a seguir esperándolo.