El balcón de la casa era siempre su lugar para pensar. Allí, Diego leía, escribía y permanecía ensimismado por horas. El balcón era a la vez sitio de reflexión y de vigilancia. Desde allí no sólo veía el barrio en completa perspectiva, sino que podía fisgonear a sus anchas y sin ser visto, a las parejas que se besaban, a los que peleaban, a los niños que tocaban los timbres y salían corriendo, a las vecinas que se robaban las flores de los antejardines, a los jóvenes que armaban sus cigarros de marihuana y a los pordioseros que pedían de puerta en puerta con un discurso aprendido de memoria.
Aquel balcón fue siempre un sitio solitario y silencioso y también se convirtió en palco preferencial. Una noche de solsticio, en aquella tribuna, repasó su vida capítulo a capítulo; la reconstruyó. Escribió una lista sus errores y sus aciertos en la que la primera fue mucho más extensa. Aquella noche la pasó completa mirando hacia la calle y decidiendo qué hacer con su vida. El amor, los negocios, el estudio y el trabajo pasaron por aquella balanza nocturna; sobre todo lo primero. La lluvia pertinaz hizo que los escasos transeúntes que cruzaron frente al balcón pasaran raudos mientras él seguía su tarea. Al amanecer, cuando apareció el sol en el oriente, las decisiones tomadas en aquel balcón estaban escritas en el portátil. Sin embargo, al leerlas en voz alta, Diego recibió un golpe en su interior, algo le dijo que aquellas decisiones ya estaban trasnochadas. Desde entonces, recorre la casa buscando un lugar para pensar.
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