domingo, 29 de diciembre de 2024

La cercanía de la muerte

Lucía abrió los ojos y sintió que estaba flotando sobre una mácula de luz. No se hallaba. Respiró profundo y miró a su alrededor para tratar de ubicarse espacialmente. Estaba en una habitación completamente blanca y fría, con los brazos amarrados y las piernas congeladas, con una trama de sondas y tubos que la perforaban y con los desechos de su cuerpo cubiertos de vendas. Se sintió inmóvil y lo recordó todo.

A su memoria llegaron los tragos que se tomó con Felipe, la discusión por la pasividad con la que él asumía la relación, la salida furiosa del apartamento, la autopista, la rabia, el exceso de velocidad y el camión en la curva. Justo cuando empezó a recordar uno a uno los detalles, miró al lado de la cama y se percató que esta vez, como tantas, él no estaba a su lado.

Extrañó su mirada para alentarla y sus manos para ayudarle a esconderse de sus fantasmas. No estaba su voz para decirle que todo iba a estar bien y no hubo palabras para repetirle que el dolor es solo una fantasía. Se pasó toda la tarde mirando el cajón del aire acondicionado en el techo de la habitación 802. 

Al llegar la noche, sintió que abrieron la puerta con tanta suavidad. No era la enfermera que pasaba cada 20 minutos. Vio a Felipe entrar con cara de culpa. Se hizo la dormida por un instante y esperó a que él se acercara. 

- "Ni en los accidentes graves estás”, dijo ella, con voz pausada y suave, pero cargada de rabia. 

- "Juro que no me moví de tu lado", repicó él en tono fuerte, pero con cara de dudas. "No me viste ahora, porque fui al apartamento a cambiarme”, agregó.

- “Ilusa yo, que al despertar de la cirugía pensé que ibas a estar ahí para decirme que luchara por vivir", recriminó Lucía.

- “Estuve recluido tres días en la sala de espera de este piso sin recibir una sola información alentadora. Solo cuando me dijeron que ya salías de la UCI y que te iban a mandar a la habitación me fui un rato", agregó él excusándose. “Padecí la la operación como si me la hubieran hecho a mí”.

Cuatro días antes, cuando Lucía entró al quirófano, Felipe se marchó. La borrachera se le había pasmado cuando lo llamaron a darle la noticia. En algún momento se imaginó lo peor. Les tenía pánico a los hospitales y apenas supo de la cirugía prefirió huir a esperar en otro sitio. 

- “Nunca estuviste a mi lado. Te marchaste, como siempre. Prometiste que estarías conmigo en todo, y nunca lo hiciste. En los momentos difíciles siempre te enmudecías y te ibas”, sentenció ella con las manos temblorosas mientras empezaban a sonar los aparatos a los que la tenían conectada. 

El código azul se había activado. Mientras un grupo de enfermeras entró rápidamente a la habitación, Felipe salió por el pasillo caminando hacia el ascensor repitiendo una sola frase “la cercanía de la muerte es insoportable”.

sábado, 21 de diciembre de 2024

Cartas por lágrimas

Antes de salir, Luis Carlos le entregó otra carta, la décima en menos de un mes. Como siempre, se quedó esperando que ella la abriera de inmediato, la leyera y le dijera algo. Una vez más vio su cara fría y su pasmoso silencio. Contrario a las ocasiones anteriores, esta vez entendió claramente que para ella había algo más importante que su escritura. Tomó su maletín, salió sin despedirse, decidió no venir a almorzar y solo regresó al final de la tarde, después de un día difícil en la oficina.

Cristina se quedó llorando, como lo hacía cada que él se iba abruptamente. Estaba llena de preguntas, pero las guardaba como las cartas, sin decir absolutamente nada. En medio del llanto hacía la larga lista de las razones que tenía para no volver a leerlo y para nunca más interpelarlo. Las más importantes eran la indiferencia de él ante sus silencios y el sufrimiento que le causaba la relación ya casi inexistente entre ambos. 

Ese día, Luis Carlos salió temprano, decidió dejar la moto en el trabajo y prefirió regresar caminando lentamente por la solitaria avenida, para hacer tiempo y para pensar. Únicamente al llegar a la unidad residencial en la qeu vivían, se percató del sofoco. Como un fenómeno extraño, la temperatura había subido progresivamente a medida que entraba la noche. Eran las 6:30 de la tarde y nada se movía. Los árboles estaban quietos y el viento, que era habitual en agosto, ese día era un espejismo. Sintió que el aire se había vuelto un bochorno pegajoso y de no ser por ese extraño calor, se hubiera quedado en la zona de juegos dejando que pasara el tiempo. Se sintió cansado.  

Caminó tan despacio que cuando entró al apartamento ya había oscurecido. "Definitivamente hay personas de las que nunca podremos ser amigos, y muchas veces, una de esas personas es tu esposa o tu amante", pensó, concluyendo un bloque de ideas que había elaborado a lo largo de la caminata.  

Entró sin saludar, premidó el aire acondicionado a 14 grados y se fue directo a la biblioteca a mandar unos correos y a buscar unos libros. Cristina lo sintió entrar y se fue rápido a la habitación a seguir hurgando en los cajones en busca de esos indicios que siempre persiguen las mujeres celosas, inseguras o desengañadas. Había llorado todo el día y estaba descompuesta.  

Ninguo de los dos pensó en comer o en iniciar un diálogo. El silencio dentro del apatamento era tan sorprendente como el calor afuera. Pasaron casi tres horas hasta que él decidió entrar a la habitación. Abrió la puerta suavemente, sin avisar y se quedó mirándola fijamente. Ella estaba en sudadera, sin maquillaje y con los ojos hinchados por un día de llanto. 

- "Déjame tranquila en mi trance", dijo ella, bajando la cabeza y mirando hacia otro lado. 

La imagen de ese momento fue suficiente para que Luis Carlos entendiera que ella no necesitaba más palabras elaboradas. Que de ahora en adelante su razón de vivir serían las lágrimas de ella.