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sábado, 21 de diciembre de 2024

Cartas por lágrimas

Antes de salir, Luis Carlos le entregó otra carta, la décima en menos de un mes. Como siempre, se quedó esperando que ella la abriera de inmediato, la leyera y le dijera algo. Una vez más vio su cara fría y su pasmoso silencio. Contrario a las ocasiones anteriores, esta vez entendió claramente que para ella había algo más importante que su escritura. Tomó su maletín, salió sin despedirse, decidió no venir a almorzar y solo regresó al final de la tarde, después de un día difícil en la oficina.

Cristina se quedó llorando, como lo hacía cada que él se iba abruptamente. Estaba llena de preguntas, pero las guardaba como las cartas, sin decir absolutamente nada. En medio del llanto hacía la larga lista de las razones que tenía para no volver a leerlo y para nunca más interpelarlo. Las más importantes eran la indiferencia de él ante sus silencios y el sufrimiento que le causaba la relación ya casi inexistente entre ambos. 

Ese día, Luis Carlos salió temprano, decidió dejar la moto en el trabajo y prefirió regresar caminando lentamente por la solitaria avenida, para hacer tiempo y para pensar. Únicamente al llegar a la unidad residencial en la qeu vivían, se percató del sofoco. Como un fenómeno extraño, la temperatura había subido progresivamente a medida que entraba la noche. Eran las 6:30 de la tarde y nada se movía. Los árboles estaban quietos y el viento, que era habitual en agosto, ese día era un espejismo. Sintió que el aire se había vuelto un bochorno pegajoso y de no ser por ese extraño calor, se hubiera quedado en la zona de juegos dejando que pasara el tiempo. Se sintió cansado.  

Caminó tan despacio que cuando entró al apartamento ya había oscurecido. "Definitivamente hay personas de las que nunca podremos ser amigos, y muchas veces, una de esas personas es tu esposa o tu amante", pensó, concluyendo un bloque de ideas que había elaborado a lo largo de la caminata.  

Entró sin saludar, premidó el aire acondicionado a 14 grados y se fue directo a la biblioteca a mandar unos correos y a buscar unos libros. Cristina lo sintió entrar y se fue rápido a la habitación a seguir hurgando en los cajones en busca de esos indicios que siempre persiguen las mujeres celosas, inseguras o desengañadas. Había llorado todo el día y estaba descompuesta.  

Ninguo de los dos pensó en comer o en iniciar un diálogo. El silencio dentro del apatamento era tan sorprendente como el calor afuera. Pasaron casi tres horas hasta que él decidió entrar a la habitación. Abrió la puerta suavemente, sin avisar y se quedó mirándola fijamente. Ella estaba en sudadera, sin maquillaje y con los ojos hinchados por un día de llanto. 

- "Déjame tranquila en mi trance", dijo ella, bajando la cabeza y mirando hacia otro lado. 

La imagen de ese momento fue suficiente para que Luis Carlos entendiera que ella no necesitaba más palabras elaboradas. Que de ahora en adelante su razón de vivir serían las lágrimas de ella.