sábado, 19 de abril de 2025

Los silencios de Martina

Era la quinta vez que Camilo invitaba a Martina a dar una vuelta en el carro por la ciudad. Para él se trataba de una última vez, pues los cuatro anteriores los sentía como un desplante. Habían terminado la clase de 4:00, como cada semana iban caminando en silencio hacia el kiosko y Camilo se dejó llevar por el impulso del verano. Después de tragar saliva, se dirigió a ella para quemar su último cartucho: 

- "¡Martina!"

- "¿Qué?" 
- "¿Qué tal si nos vamos a dar una vuelta por ahí en el carro?"
- "¿Dónde es por ahí?", preguntó ella. 
- "A tomarnos unas cervezas"
- "¿Y tú desde cuándo tomas cerveza?, ¿no pues que son un deportista ejemplar?, ¿te pasa algo?"
- "Bueno, también podemos ir a sentarnos en uno de los miradores de Las palmas, sin tomar nada. solo para ver la caída de la tarde en la ciudad. me gustaría leerte algo que te escribí", le propuso Camilo mientras tomaba agua mineral de la botella que llevaba en la mano.
- "Cualquier otro día vamos, que no sea hoy", le dijo ella mientras tomaba camino a la biblioteca. 

Ocho días después, salieron de la clase de 4:00 y sin que Camilo tuviera que decir una sola palabra, Martina se le subió por primera vez al carro, sincronizó su celular con el radio, dejó correr una playlist de baladas ochenteras en inglés y se fueron por la calle 33 para tomar la doble calzada al Alto de Las Palmas. 

 En el primer mirador había varios carros y muchas motos. Cuando llegaron al segundo, solo había cuatro vehículos parqueados. Camilo apagó el motor y Martina la música. El silencio llenó el ambiente como si la naturaleza entera hubiera enmudecido. El carro se inundó con la respiración y los latidos de los dos, pero el silencio seguía siendo profundo. Afuera, los últimos rayos de sol de la tarde bañaban la ciudad entera y algunas guacharacas chillaban en las copas de los árboles. El paisaje hacia abajo era espectacular, pero ellos siguieron guardando un silencio que los unía. 

 Los vidrios del carro comenzaron a empañarse al mismo tiempo que Camilo se abalanzaba sobre Martina, que no hizo nada por deshacerse de él. Sus cuerpos se entrelazaron y vieron caer el atardecer. La noche los sorprendió callados y cogidos de la mano: las delicadas y blancas de ella unidas a las gruesas y morenas de él. No hubo palabras, solo miradas y silencios prolongados con el fondo de una ciudad iluminada que rugía en sus calles, pero que desde lo alto parecía tranquila y bella.

 De regreso a la ciudad, Camilo manejó solo con la mano izquierda en el volante. Con la yema de su mano derecha recorrió suavemente las manos de Martina. Esta vez el silencio dentro del auto se mezcló con los sonidos del largo trancón que se hizo hasta llegar al edificio cerca a la Universidad en el que le indicó ella que estaba su apartamento.  

 El jueves siguiente Martina no apareció en el salón. Camilo extrañó su ausencia. Lo mismo ocurrió ocho días después. Iguales fueron las nueve semanas siguientes, hasta el final del semestre. Fue a preguntar por ella al edificio, pero el portero dijo no conocerla. Nunca más volvió a saber de ella, la ciudad se la tragó. 

Todos los jueves, al caer la tarde, Camilo sube en su carro al mirador de Las Palmas y en silencio contempla la ciudad iluminada mientras frota su mano derecha con la izquierda. 


miércoles, 9 de abril de 2025

Una noche anormal

Melissa se bebió tres vasos más de ron, uno por cada disco de salsa que escuchó. Siembra de Willie Colón y Rubén Blades, Azúcar Pa´Ti de Eddie Palmieri y Comedia de Héctor Lavoe. Pensó que Andrés llegaría como siempre, pero la hora de cierre se acercaba y nunca apareció. No le dio importancia a la infructuosa espera y nunca miró el reloj. Escuchaba cada disco, reflexionaba sobre sus letras y disfrutaba el efecto del alcohol. 

Ensimismada en sus pensamientos, repetía sin cesar el coro de esa última canción: "Sé que se titula / Sufrimiento terrenal / Y entre el bien y el mal / Seguirá el amor". Llevaba puesta una camiseta verde de manga corta que le regaló su amiga Sara en su último cumpleaños y la minifalda de jean que tanto le gustaba a Andrés.  

 "El ron como que le sienta bien a la salsa", le dijo Nico, el mesero que había estado atento a ella toda la noche, mientras le agregó la Canada Dry a un ron que ella no había pedido y que sería el último trago del servicio. Al lado del vaso le puso la cuenta. Melissa miró con amabilidad y respondió: "También a la soledad".   

Como era hora de cierre, Felipe, el encargado de la música, que más que un DJ era un coleccionista metódico de la mejor salsa, bajó el volumen del equipo. A manera de susurro, la banda sonora de aquel final de jornada fue con Roberto Roena cantando "Sentémonos a pensar / La vida ha de continuar / Fingiendo amor donde no hay / Y fingiendo una sinceridad".

- "Hoy no vino con su acompañante habitual", le dijo Nico mientras le recibía el dinero de la cuenta. 

- "No. Es que está fuera de la ciudad", respondió Melissa con una frase que sonó a excusa mientras esquivaba su mirada. "Bueno, la verdad es que hemos decidido de mutuo acuerdo dejar de vernos", agregó para seguir con su mentira. Y continuó, apurando el ron que le quedaba en el vaso y volviendo a mirar a Nicolás a los ojos: "La verdad, es que él era solo eso que tú dijiste, mi acompañante habitual. Nunca nada más". 

- "Con todo respeto, yo siempre pensé que la de ustedes era una relación no muy normal", se animó a decir Nico mientras recogía el vaso y la botella de Canada Dry para llevarlas al mostrador. Había asumido la respuesta anterior como la indirecta que había esperado muchas noches, como una pequeña puerta abierta por la que debía entrar. "Bueno, más que la relación, creo que el anormal era él", apuntó antes de irse con las cosas recogidas. "Termino esto, entrego cuentas y vuelvo en cinco minutos", se animó a anunciar.   

A pesar de su borrachera, Melissa entendió que Nicolás intentaba coquetaerle y que quería prolongar la noche. Desde la primera vez que la atendió en aquel bar se había mostrado especial cuando Andrés estaba descuidado. El problema era ella, que a pesar de la rabia por el desplante solo tenía corazón y cabeza para Andrés, el anormal. 

 Tomó el celular, pidió un Uber, cogió su bolso y se apresuró a salir tambaleándose un poco. Justo en la puerta del bar vio a Nicolás, con cara expectante y listo para salir. Tomó aire, lo miró con gesto adusto y le sentenció: "Finalmente creo que la anormal soy yo. Y es mejor que vuelvas donde tu jefe, porque hoy las cuentas a ti no te dan". Pasó por su lado y vio el Uber esperando en la puerta. 

Cuando abordó el vehículo sonaba en la radio una canción de Rubén Blades que Melissa empezó a acompañar: "Cuidado que ahí vienen los anormales... y con straitjacket... oigan mi gente..."