Era la quinta vez que Camilo invitaba a Martina a dar una vuelta en el
carro por la ciudad. Para él se trataba de una última vez, pues los cuatro
anteriores los sentía como un desplante. Habían terminado la clase de 4:00,
como cada semana iban caminando en silencio hacia el kiosko y Camilo se dejó
llevar por el impulso del verano. Después de tragar saliva, se dirigió a ella
para quemar su último cartucho:
- "¡Martina!"
- "¿Qué tal si nos vamos a dar una vuelta por ahí en el carro?"
- "¿Dónde es por ahí?", preguntó ella.
- "A tomarnos unas cervezas"
- "¿Y tú desde cuándo tomas cerveza?, ¿no pues que son un deportista ejemplar?, ¿te pasa algo?"
- "Bueno, también podemos ir a sentarnos en uno de los miradores de Las palmas, sin tomar nada. solo para ver la caída de la tarde en la ciudad. me gustaría leerte algo que te escribí", le propuso Camilo mientras tomaba agua mineral de la botella que llevaba en la mano.
- "Cualquier otro día vamos, que no sea hoy", le dijo ella mientras tomaba camino a la biblioteca.
Ocho días después, salieron de la clase de 4:00 y sin que Camilo tuviera que decir una sola palabra, Martina se le subió por primera vez al carro, sincronizó su celular con el radio, dejó correr una playlist de baladas ochenteras en inglés y se fueron por la calle 33 para tomar la doble calzada al Alto de Las Palmas.
En el primer mirador había varios carros y muchas motos. Cuando llegaron al segundo, solo había cuatro vehículos parqueados. Camilo apagó el motor y Martina la música. El silencio llenó el ambiente como si la naturaleza entera hubiera enmudecido. El carro se inundó con la respiración y los latidos de los dos, pero el silencio seguía siendo profundo. Afuera, los últimos rayos de sol de la tarde bañaban la ciudad entera y algunas guacharacas chillaban en las copas de los árboles. El paisaje hacia abajo era espectacular, pero ellos siguieron guardando un silencio que los unía.
Los vidrios del carro comenzaron a empañarse al mismo tiempo que Camilo se abalanzaba sobre Martina, que no hizo nada por deshacerse de él. Sus cuerpos se entrelazaron y vieron caer el atardecer. La noche los sorprendió callados y cogidos de la mano: las delicadas y blancas de ella unidas a las gruesas y morenas de él. No hubo palabras, solo miradas y silencios prolongados con el fondo de una ciudad iluminada que rugía en sus calles, pero que desde lo alto parecía tranquila y bella.
De regreso a la ciudad, Camilo manejó solo con la mano izquierda en el volante. Con la yema de su mano derecha recorrió suavemente las manos de Martina. Esta vez el silencio dentro del auto se mezcló con los sonidos del largo trancón que se hizo hasta llegar al edificio cerca a la Universidad en el que le indicó ella que estaba su apartamento.
El jueves siguiente Martina no apareció en el salón. Camilo extrañó su ausencia. Lo mismo ocurrió ocho días después. Iguales fueron las nueve semanas siguientes, hasta el final del semestre. Fue a preguntar por ella al edificio, pero el portero dijo no conocerla. Nunca más volvió a saber de ella, la ciudad se la tragó.
Todos los jueves, al caer la tarde, Camilo sube en su carro al mirador de Las Palmas y en silencio contempla la ciudad iluminada mientras frota su mano derecha con la izquierda.