Santiago sintió que las palabras para Luciana se le habían acabado al mismo tiempo que el sentimiento que sentía por ella. Ya no la soñaba. Tampoco la añoraba. Cuando la veía, lo llenaba un sentimiento de culpa. No quería hablarle. Ella también sentía que estaba aferrada él solo por nostalgia, pero no quería decírselo. Trabajaban en la misma oficina, salían a la misma hora, y aunque ambos inventaran excusas para evitarse, por alguna coincidencia extraña, terminaban saliendo juntos. Se miraban, se cruzaban monosílabos y pasaban la noche juntos.
El último lunes del mes, Santiago decidió dar el paso que ambos estaban esperando. Sin dramas y sin muchas explicaciones, le terminó. Luciana sonrió, bajo la mirada, le dijo que entendía perfectamente la decisión y le pidió que le dejara como recuerdo el libro grueso que tenía en su mesa de noche. Desde ese mismo día no volvió a la oficina. Renunció al trabajo. Se sentó en su cuarto a ver pasar las letras de una novela que nunca terminará de leer.