El abuelo no estaba muerto; solo padecía de un profundo cansancio. Aunque la familia entera miraba su cuerpo con desdén esperando la noticia de su deceso, él luchaba amodorrado contra la fuerza de las que serían las últimas medicinas aplicadas. Para los que rodeaban la cama, su estado era de inconsciencia; pero él aún se sabía despierto. Sabía lo que pasaba, los escuchaba a todos, le incomodaban los susurros, lo aturdía el abrir y cerrar de la puerta, los veía allí sentados frente a él esperando que el médico dijera las palabras esperadas; y por supuesto, sufría. Cuatro meses después, sentado frente al mar, escribió en la arena estas palabras: "no hay peor encierro que el silencio y la indiferencia".
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