Su único vicio era recorrer la ciudad en las noches. Con el paso de los años había creado una extraña dependencia a las vacías avenidas, a las soledades de su metrópoli y a esos confusos silencios que en cualquier esquina explotaban en una alborada de ruidos.
En sus paseos semanales se combinaban fácilmente la música de las discotecas con las sirenas de las patrullas, los pitos de los carros, los gritos de los agredidos, las voces de los taxistas y los susurro de las vendedoras de sexo.
En aquellos habituales paseos veía la ciudad nocturna llena de conductores borrachos, la miseria del desterrado en su máxima expresión y todos los vicios del mundo potenciados por la tiniebla y el frío del amanecer.
Cada vez sus recorridos se hicieron más frecuentes y necesarios, hasta el día que su madre, angustiada por su deterioro, lo internó en la la clínica del sueño. Seis meses después le habían curado aquel sonambulismo severo.
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