Pensé en devolverme, en pedir disculpas, retirar lo dicho y decirle que había sido un error mío escribir aquella carta. No lo hice. Sabía que en cuestión de segundos el ascensor se abriría y yo escaparía de aquella vieja oficina y de aquella rutina absurda en la que había perdido 16 años de mi vida. Las luces mostraban los números descendentes que se iluminaban y se apagan de forma consecutiva: 15, 14, 13... Una vez dejara "el maldito piso 6", como lo habíamos denominado, rompería por fin con esa particular marca del sistema esclavista que se conserva en los sistemas de producción postmodernos y que llamamos "jefe". Mantuve la vista en el panel luminoso. Cuando la luz marcó el número 7, avancé hacia adelante la pierna derecha, al mejor estilo del atleta que escucha concentrado la orden de "listos".
Cuando la puerta se abrió, entré apresurado y con la vista en el techo. Con la misma incomodidad de todos los allí empaquetados, evitando mirar a los eventuales compañeros de aquel estrecho y eterno viaje. Adentro, un nuevo panel luminoso siguió la cuenta regresiva,: 4,3,2... Y luego unos números negativos. Llegué hasta sótano 7, el último, el más hondo. Era el final. Cuando se abrió la puerta, entendí que había caído demasiado bajo.
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