En el despacho del director no cabían dos personas; al menos dos que pudieran considerarse "normales". Andy era muy alto, pero tenía una voz delgada, y sus lentes ocultaban la cobardía de quien respeta la autoridad solo por el cargo más no por el conocimiento, el tacto o el carisma de la persona que en ese momento lo increpaba por el error. El doctor López era dueño de un cuerpo voluminoso, una reputación de ogro y una petulancia fofa. Tanta, que la oficina se veía muy reducida para aquella reunión.
"Seré breve", dijo el doctor López. Y prosiguió: "Este tipo de errores son los que llevan a una empresa al colapso. Voy a salir a almorzar y cuando regrese, no quiero verlo más por acá".
Dos horas después, Andy, desde unos de los cerros tutelares de la ciudad, veía cómo la empresa se derrumbaba en pedazos sobre el carro del director, que venía ingresando justo en el momento de la explosión. López regresaba de almorzar pastas cargadas de espinaca.