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miércoles, 23 de agosto de 2023

La falta de calle

 Ricardo saltó de la calle y se subió rápido al taxi para ir al Hotel Garden Inn, donde estaba hospedado hacía dos semanas. El tráfico era terrible, como siempre en Bogotá incluso antes de que comenzaran las obras del Metro. Estaba a solo 11 cuadras de distancia, pero el malgenio tras la última y definitiva discusión con María Eugenia y la pertinaz llovizna de la tarde lo obligaron a tomar el transporte público. El conductor de gesto adusto avanzó mediante aceleraciones abruptas, frenazos en seco, adelantamientos forzados y casi 100 pitazos en el corto trayecto. Se tardó 45 minutos en el corto trayecto. 

- "Se hubiera demorado lo mismo si hubiera manejado tranquilo y recto don Euclides. De todos modos mil gracias", le dijo Ricardo al conductor después de ver su nombre en la tarjeta que colgaba en la silla y antes de pagarle la carrera. 

- "Como se nota que a usted le falta calle", le respondió el taxista, mientras él se bajaba del auto. 

Sin prestar atención al portero, que tenía intención de decirle algo, Ricardo subió rápidamente las escalas y cruzó la puerta giratoria para entrar al hotel. El vestíbulo estaba repleto de gente. Gambeteó varias maletas frente a la recepción y se dirigió rápido al restaurante-bar del primer piso para buscar un trago. Lo único que quería era olvidarse de aquella tarde, quitarse el olor a calle bogotana y tomarse un ron antes de encerrarse en la habitación 804 a trabajar en el presupuesto del proyecto. Lo tenía que entregar a primera hora y lo había descuidado los últimos días por andar entre riñas y noches de placer con su cómplice capitalina.  

Se sentó en la barra. Cuando llamó al mesero para pedirle su trago, éste llegó con el ron ya servido en la mano. 

- "Cortesía de la dama de la mesa de al lado", dijo con cara de compinche. 
- "Gracias", dijo Ricardo, mientras miró sorprendido. María Eugenia estaba allí, sentada, sola, sin el abrigo grueso que tenía once cuadras atrás y con media botella de ron casi vacía. 

- "¿Qué haces aquí?, ¿Cómo llegaste?, ¿ cuánto tiempo llevas acá?", preguntó Ricardo frunciendo el ceño y sin saludar. 
María Eugenia no dijo nada y se volvió hacia el camarero.
-"Alberto, ¿tiene algo dulce?, ¿un postre, un cheesecake?". 
- "De frutos rojos. Es el mejor de la ciudad", respondió el mesero. 
- "Tráigale uno a mi amigo. La vida se le volvió muy amarga esta tarde desde que un taxista le dijo la verdad, y necesita endulzarla. Lo carga a mi cuenta, Más tarde le pago". Inmediatamente se puso de pie, se tomó el último trago de ron a pico de botella y se marchó. 

Ricky se quedó solo en su mesa. Cogió el vaso de ron y mientras le temblaba la mano miró la calle por la ventana del restaurante.   

     

martes, 5 de abril de 2022

Otra noche de insomnio en el hotel

Luis Alberto se había despertado con la sensación de que el mundo había girado demasiado y él no se había dado cuenta. Sintió que llevaba dormido en vida demasiados años. Salió a caminar para despejarse.

Pensó en que su vida era hace mucho rato un viaje sin aventuras, que se resumía en sus noches de insomnio en una habitación de un hotel viejo en el centro de Bogotá y en largas jornadas de clases de epistemología y filosofía en algunas pequeñas universidades cercanas al hotel. 
 
En su caminata mañanera se fijó en el afán de la gente, en sus vestuarios gruesos, en la manera como las calles se llenaban rápidamente de carros mientras se desocupaban lentamente de drogadictos, borrachas, prostitutas y recicladores nocturnos. Cuando llegó a la habitación vio el post-it amarillo en la nevera que le recordó el cumpleaños de Ana Laura. Le marcó al celular tres veces mientras desayunaba un tinto en la cafetería, pero no le contestó. "Seguramente está haciendo balances", pensó.  

Era martes. Día de 5 clases. Las dictó todas. A las 8:00 de la noche salió de la última y volvió a marcarle a Ana Laura. Dos veces se fue buzón. Sabía que no había razón para inquietarse. Desde que él le terminó la relación formal hace 13 años con la rebuscada explicación de que la exactitud de los números y el orden rígido de ella no encajaban con las letras libres y los pensamientos en desorden de él, difícilmente le contestaba las llamadas. Llegó al hotel, se quitó los zapatos y subió a la habitación para un último intento. 

Al otro lado de la línea se escuchó la voz de una mujer ebria, firme y directa. Tres razones para dudar por un momento que fuera Ana Lau. Ella nunca se tomaba un trago. 

- ¿Estás bebiendo?
- ¡Mucho! No todos los días se cumplen 52.
- Pero tú nunca tomas. ¿O nunca tomabas?
- Nunca. Pero hoy quería ponerme al día. 
- ¿Y eso?
- Necesitaba recuperar parte del pasado que perdí, o que me quitaron en el camino.  
- Perdón, Ana Lau. Yo solo llamé para felicitarte. Esta mañana no me contestaste, pero supuse que estabas haciendo balances. No me contestaste en todo el día.  
- Sí, sí, sí. En eso estaba. En inventario de vida. 
- ¿Y cómo te fue?, si se puede saber, claro. 
- Había más en la lista del deber que del haber. 
- Ah, bueno. Creo que mejor hablamos otro día... Cuando termines tus cuentas...y tu celebración.   
- No, no. Ya terminé. Ahora solo me faltan dos tragos para cerrar los libros. 
- Bueno, igual mejor descansas y luego hablamos, como dices tú, para ponernos al día. 
- ¿Ponernos al día?, no. Recuerda que las deudas acumuladas en la adolescencia se pagan en cuotas altas desde que se llega a la adultez, y nunca terminan de pagarse.
- Epa! Recuerda que el filósofo en esta relación soy yo. Ja, ja, ja.
- Mejor recuérdalo tú...  que hace rato perdiste el don de la reflexión. 
- ¡Estás siendo dura conmigo!, mejor hablamos luego. Descansa.  
-  Sí, sí, sí... hablemos después... cuando ordenes tus pensamientos; o cuando apreses tus letras. 

Ana Laura colgó. Para Luis Alberto fue otra noche de insomnio en la habitación del viejo hotel.    

lunes, 4 de noviembre de 2019

De Buenos Aires a Bogotá

Adelaida no llegó en el vuelo de las 6:00; tampoco en el de las 8:00. No llegó en ninguno que viniera de Buenos Aires a Bogotá ese día. Ni las semanas siguientes. Sin embargo, Manuel nunca perdió la esperanza. Se pasó tardes enteras, durante ocho meses, sentado en el café del pasillo de las llegadas internacionales. Se aprendió los horarios de Latam, Avianca, Copa y Aerolíneas Argentinas. Cada que salía un grupo de pasajeros se dedicaba a observar los detalles de sus trajes y sus maletas. Varias veces le sonrió o le agitó la mano a alguien que no lo conocía . Hasta se habituó a saludar a cuanto pasajero cruzaba. 

Se imaginaba a Adelaida en cada figura femenina solitaria, de buena estatura, que salía de inmigración y pasaba frente a él llevando solo un bolso de mano. Hasta lloró de emoción un día que vio salir una rubia sonriente con un vestido color rosa, idéntico al que tenía Adelaida el que día que se fue. De tanto ir al aeropuerto, se hizo amigo de Astrid, la chica de la cafetería; de Manuel y Jorge, dos maleteros conversadores que era más el tinto que tomaban que las maletas que cargaban; y de Martínez y Salgado, los dos policías que rondaban en el sector. Todos ellos veían en Manuel a un loco inofensivo que todas las tardes esperaba a una Adelaida imaginaria y que un día cualquiera no volvió.