Adelaida no llegó en el vuelo de las 6:00; tampoco en el de las 8:00. No llegó en ninguno que viniera de Buenos Aires a Bogotá ese día. Ni las semanas siguientes. Sin embargo, Manuel nunca perdió la esperanza. Se pasó tardes enteras, durante ocho meses, sentado en el café del pasillo de las llegadas internacionales. Se aprendió los horarios de Latam, Avianca, Copa y Aerolíneas Argentinas. Cada que salía un grupo de pasajeros se dedicaba a observar los detalles de sus trajes y sus maletas. Varias veces le sonrió o le agitó la mano a alguien que no lo conocía . Hasta se habituó a saludar a cuanto pasajero cruzaba.
Se imaginaba a Adelaida en cada figura femenina solitaria, de buena estatura, que salía de inmigración y pasaba frente a él llevando solo un bolso de mano. Hasta lloró de emoción un día que vio salir una rubia sonriente con un vestido color rosa, idéntico al que tenía Adelaida el que día que se fue. De tanto ir al aeropuerto, se hizo amigo de Astrid, la chica de la cafetería; de Manuel y Jorge, dos maleteros conversadores que era más el tinto que tomaban que las maletas que cargaban; y de Martínez y Salgado, los dos policías que rondaban en el sector. Todos ellos veían en Manuel a un loco inofensivo que todas las tardes esperaba a una Adelaida imaginaria y que un día cualquiera no volvió.
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