Amaneció más temprano. Nunca supe si la noche había sido corta o la mañana había llegado demasiado antes. Sentía un dolor agradable en las piernas, producto de la maratón del día anterior. Miré a mi alrededor. Las camas estaban vacías, pero curiosamente llenas de los recuerdos de ese último sueño. Fue ahí cuando supe que algo andaba bien, que la carrera del día anterior había sido distinta. A las 5:38 a.m. miré por la ventana hacia la carrera. Desde la habitación del piso ocho no se veía la calle. Solo vi gente afanada en busca de la estación, muchos de ellos con máscaras blancas para evitar la contaminación o el frío, o simplemente para no dejar ver sus rostros angustiados. Caminaban, saltaban charcos, se chocaban unos contra otros, se empujaban y perdían el control en medio de su triste realidad. Cerré la ventana y soñé mientras me bañaba. Repasé cada paso y cada kilómetro. Abajo, en la calle, la gente corría por necesidad, atropellaba la vida sin fantasías. Arriba estaba yo, mirando por la ventana, alucinando con la próxima prueba de largo aliento.