Caminar en las mañanas fue su vicio durante años. Ni la lluvia, ni el frío, ni los habituales malestares que padecía, ni las olas de inseguridad que llegaban a su barrio con cierta frecuencia impidieron que lo hiciera. Las 5 de la mañana en el reloj era la señal para iniciar su ritual; caminar era su procesión sagrada. Lo hacía desde que tenía uso de razón y quería hacerlo hasta el fin de sus días; pero no contaba con que un día de abril las calles de su barrio se acabarían por el uso constante que él les daba. Desde entonces, ya no tuvo por donde caminar.