Pocas veces en su vida había escuchado en las calles de su ciudad un rumor silencioso como el de los amaneceres en el campo. Aquella era una noche diferente. Su ventana le servía de balcón para mirar las sobras que eventualmente cruzaban raudas buscando refugio lejos de las luces del alumbrado público. Por un minuto solo se escuchó el viento. De un momento a otro, comenzaron a mezclarse el ruido de las hojas secas al ser pisadas por las sombras que corrían, las sirenas de la policía que amenazaban con irrumpir en el cuadro de silencios y los sones lejanos de alguna celebración extraña de jóvenes de un barrio vecino. A la vuelta de la esquina reposaban un cadáver y una ciudad que ardía en otro silencio sin fin.
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