El amor entre Diana y Julián se alimentaba de cuentos. Él, agente viajero que vivía entre aeropuertos y hoteles, le escribía ficciones en cada rincón del mundo en el que lo cogía la noche. Ella, destacada docente universitaria de física cuántica, imaginaba aquellas historias cada noche mientras miraba el mapamundi de su agenda y ubicaba su destino. Los cuentos de Julián estaban escritos a mano en hojas sueltas, en cuadernos sin ningún orden, al respaldo de volantes comerciales y en algunas servilletas. Él los escribía para Diana, pero ella le pidió que nunca se los enviara. Imaginar sus textos, las situaciones que en ellos se planteaban y sus finales inesperados; incluso, imaginar a Julián escribiéndo para ella en un cualquier rincón del mundo era la forma que había escogido para alimentar a diario aquel amor de ficción.
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