Seis horas después se levantó de la silla. Había terminado de leer la novela que la misma bibliotecaria, que no paró de mirarle toda la tarde, le había recomendado. Dejó el libro en la mesa y salió con un simple "gracias" en voz baja. Cuando se marchó, Bibiana simuló estar ocupada clasificando algunos libros nuevos y correspondió con un "con gusto" que sonó a susurro. Cinco minutos después, cuando hizo ronda para recoger los libros de las mesas, sin saber por qué, vio la novela abierta en la última página, la dejó allí, leyó la última línea y sintió un profundo alivio. "Porque los sentimientos tienen su lugar", decía.
Desde aquella noche, cada que se sentaba a hacer sus oficios detrás del mostrador de la biblioteca alzaba la cabeza y miraba a la mesa con la impresión de que aquel lector que nunca volvió seguía allí sentado.
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