Ángel David llevaba 7 meses encerrado. Se acuarteló para escribir. Soñaba con terminar su primera novela y había decidido que la soledad fuera su única compañía. Su decisión le costó el enojo del amor de su vida. Escribía sin parar, sin comer, sin salir, sin revisar las redes sociales, sin llamar a nadie, sin dormir. Su novela de ficción se convirtió en su única realidad. Cuando comenzó el capítulo seis trató de recordar los rostros de Luciana y de Salomé, pero se le confundieron. Eran sus dos protagonistas. Al principio, sus caras se superponían. Después, trataba de recordar a la primera y le aparecía el rostro de la segunda. Se trocaban, se amalgamaban, se robaban espacio. Una habitaba en la otra. De ese punto en adelante, la historia se tornó confusa. En el capítulo final, Ángel quería que uno de sus dos personajes principales muriera. No pudo matar a ninguna, pues ya no sabía cual era cual.
Esa noche, después de poner un punto final con cierre confuso, y tras enviarle el texto a su editor, quiso volver a la calle. Llamó a Sofía, su novia, para invitarla a una cerveza. No estaba. La habían matado los recuerdos de un amor cerrado abruptamente.
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