Como todas las noches de los últimos cuatro años, Martín comenzó su ritual. Miró la lavadora, la nevera y el horno. Se detuvo en la colección de tarros de la alacena, los imanes con los teléfonos para los domicilios y un pequeño calendario con figuras de gatos. Apagó la luz, salió de la cocina y atravesó el pasillo a tientas, totalmente a oscuras. Entró a la habitación de los niños y los arropó lentamente mientras escuchaba el sonido de la lluvia más allá de la ventana. Se tomó la pastilla y regresó a su dormitorio. Ana Lucía había cambiado de posición. Su cuerpo le daba la espalda. Se acostó junto a ella, la tomó por la cintura y le susurró algo al oído. Luego, apagó el televisor y cerró los ojos. Entró en un estado en el que se repetía el mismo sueño que lo agobiaba y lo perseguía todas las noches. Al otro día su mujer salió muy temprano y le dejó una nota en el escritorio de la biblioteca. Se iba porque sentía que todo se había vuelto una triste rutina.
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