A Pamela le pasaba algo particular con las fiestas: se entusiasmaba demasiado cuando la invitaban, pero estando en ellas le entraba un desgano total. Era una constante desde las fiestas de quinces de sus amigas. Ya bordeaba los 53 años de edad. Su última relación seria había terminado hace nueve. Vivía sola en una pequeña finca a cuarenta minutos de la ciudad. Su única compañía eran sus gatos. Sentía que el tiempo y la soledad le pasaban sendas facturas que no tenía como pagar. La reunión de la Facultad esa noche no era la más adecuada para sacarla de sus preocupaciones.
Cuando llegó, la cena estaba servida y y el decano ya había hablado. El encuentro era formal. Su traje negro y su escote en la pierna no pasaron desapercibidos. Su llegada tarde tampoco. Se sentó en una mesa junto a la ventana en la que solo se escuchaban lugares comunes. Elogios excesivos a una gestión que ella no compartía. A algunos profesores se les notaban los cuatro tragos que ya habían repartido. Intentó comer, pero la interrumpió el sonido de un violín con un remoto vals que la transportó a sus años de adolescencia.
Dejó la cena, se inspiró en la música, y tomó una de las copas que sobrevivió de las rondas anteriores. Sintió un extraño calor en el pecho. Se fue al lado del violinista y lo interrumpió con sutileza. "Brindo por los que llegan tarde para evitar las farsas, por los que interrumpen la música que muchos no valoran y por los que se van temprano para quedar de tema", dijo. Se ruborizó un poco, pero salió despacio. En la finca la esperaban sus tres gatos que ronroneaban como nunca.
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