La cita semanal era suficiente para alimentar un sentimiento que solo se expresaba en el cruce de unas miradas cómplices. Con sólo tener al frente aquellos ojos, el mundo cambiaba su ritmo y el corazón su palpitar. Por eso, Juan acudía religiosamente a la cita. En uno de esos infaltables domingos lluviosos, los ojos ya no estaban al frente, desparecieron de su vista. El sentimiento de Juan permaneció inmune.