Hacía ocho meses que frecuentaban el mismo sitio: una de esas especies raras de bar-fotocopiadora-papelería-restaurante que hay al frete de cada universidad. Allí se sentaban todos los viernes después de las 6, en medio de sillas rojas, un ruido infernal, crispetas frías y más gente que espacio. Él, en tercer semestre de ingeniería, prefería hacerse siempre en el rincón debajo de las escalas de madera. Ella, en primero de sicología, se ubicaba a la entrada del bar, para hacer sus primeros pinitos de lo que llamaba "etnografía de la cotidianidad". En casi dos semestres, nunca se hablaron; se cruzaron todo tipo miradas y gestos que los hicieron amigos de ocasión, conocidos de la U y hasta confidentes silenciosos. La densidad de aquel sitio tenía energías concentradas, uno que otro fantasma escondido y algunas fotocopias de capítulos aislado de Ricour, Barbero y Levi-Strauss olvidadas en cualquier mesa. En ese antro del saber y la cerveza se estableció aquella relación sin palabras, que solo intimó cuando migró a los emoticones del whatsApp.