Eran las 6. El día comenzaba a asomarse en las cordilleras del oriente. Federico sumaba su cuarta noche en vela y el cansancio cedía su natural espacio a la ansiedad. El ritual se repetía: otra taza de café, un nuevo cambio en el dial del radio, medio cigarrillo y de nuevo cinco líneas construidas durante varias horas que desaparecían de la pantalla con un solo clic. Era jueves. Lo último que escuchó de Alejandra fue el suspiro clásico de la mujer que queda completamente satisfecha después de una noche de pasión, la primera y la única que habrían de vivir. De resto: el celular apagado, su teléfono fijo desconectado, ninguna razón en la oficina y el desconcierto de Amanda, su amiga más cercana. Se habían conocido el sábado en la tarde por razones del oficio de ambos. No hubo muchas palabras, pero sí muchas miradas que lo dijeron todo. El domingo en la tarde se entregaron al placer. Desde entonces Federico no dormía, y no lo volvería a hacer hasta el día que su cuerpo quedó consumido por falta de sueño. Federico sabía todo el fondo de la historia, pero no se atrevió ni a dejarla escrita, ni a contarla. Mientras él dejó que el tiempo y la ansiedad se lo tragaran, Aleja había desaparecido huyendo del verdadero amor.
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