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sábado, 20 de abril de 2019

Un lápiz para contar


Entré al pequeño salón y todos se callaron. Se miraron unos a otros. Sabían que alguno de los presentes no seguiría vivo al final de la tarde. Yo ignoraba todo. Éramos 7: Juan, el dueño del.camión; Andrea, la chica de la tienda;  don Jorge, el dentista, los tres hermanos Gómez, carpinteros; y yo.

Afuera hacía frío y el viento agitaba los frondosos árboles de la plaza. En el resto del pueblo habitaba la soledad. Todos se habían ido, presas del terror. 

Uno de los hermanos Gómez, el menor, se llevantó  mirando el piso. Caminó un poco, me evitó y miró por la ventana. Los otros dos hermanos hicieron el mismo ritual. un rato después lo hicieron Andrea y don Jorge.  El dueño del camión no lo hizo. No hizo nada. Solo esperó.

El reloj marcó las 4 de la tarde. El menor de los Gómez me habló sin mirarme. "A usted le toca contar la historia", dijo. Y luego agregó: "llévese el camión, hasta donde la gasolina le alcance". Así lo hice. Después caminé y busqué un lápiz.  

viernes, 19 de abril de 2019

El viejo del bar


Nos quedamos en silencio unos minutos. Miré el reloj de la torre de la iglesia. Eran las 11 y 17 de la mañana. El bar estaba vacío. El pueblo también. Después del silencio prolongado aparecieron unas lágrimas que estaban contenidas. El viejo lloraba unas penas acumuladas durante años y yo lavaba mis culpas frente a él.

Ver llorar a un viejo es una sensación terrible, sobre todo cuando te sientes culpable culpable de su tristeza.

Dos horas después, el viejo se fue gimiendo por el callejón solitario que conducía al parque del pueblo. Nunca volvió. Yo me quedé sentado frente al bar, esperando a que lo abrieran para embriagar mi llanto. Nunca lo abrieron; el viejo se llevó la llave.