Despertó y ya era de noche. Miró por la ventana, disfrutó la oscuridad y decidió salir de aquella casa que durante 47 años había sido simultáneamente su morada, su templo y su cárcel. Quería degustar el sabor de la libertad. Caminó hacia el norte y luego subió por las estrechas calles de un barrio que sólo conocía por los coloridos letreros de los buses y por las noticias de orden público en los noticieros de la televisión local. Escaló aquella calle larga y delgada hasta que el asfalto se transformó en unos rieles, y éstos, en unas eternas escalas. Ante la mirada desconfiada de los pocos ojos que habitaban la noche y que se escondían entre capuchas y bufandas decidió seguir hacia arriba. Escaló tanto que encontró el fin del mundo, nada distinto a su templo, nada diferente a su cárcel, igual a su morada. Estando allí, no quiso regresar.
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