viernes, 13 de junio de 2025

En modo automático

 Ya casi era la hora del almuerzo. Gabriel había llegado muy temprano a la oficia , se había concentrado en sus tareas y tenía un aspecto terrible. Se veía enfermizo y descuidado. 

Por sexta ocasión en el día se levantó para ir a la cocineta por un café. Se volvió a sentar, revisó el WhatsApp, respondió dos mensajes, miró el computador, le puso el valor a la nueva propuesta comercial y se la envió a todo su equipo, cambió el cactus de lado, organizó los libros, imprimió una carta y la firmó, miró por la ventana y se quedó ensimismado por varios minutos. Lo hizo todo, menos mirar a Carolina, que había estado pendiente de todas sus acciones con la misma pregunta de siempre dándole vueltas en la cabeza. 

Jorge entró a la oficina, saludó formalmente y se dirigió a Gabriel con un tono imperativo, con la idea de que también escuchara Carolina:

- “La verdad no sabemos qué está pasando en esta área, pero los resultados han sido realmente malos en los últimos meses. Revisen por favor las estrategias, sean más creativos y sobre todo, manténgannos informados. Ustedes son muy buenos en lo que hacen, así que no aflojen. Ah y recuerden que el informe sobre las ventas de este mes me lo deben enviar esta misma tarde”.

Gabriel, que no había determinado a Carolina en todo el día, la miró por primera vez. Le concedió una leve sonrisa que fue más una mueca. Se puso de pie y se fue al baño. Ella era la única persona en su vida con la que hablaba abiertamente, solo cuando él quería, aunque la mayoría de las veces eran diálogos de sonrisas, señas y música sin palabras. 

Cuando regresó volvió a sentarse en su pequeño mundo. Carolina clavó la mirada en él unos minutos, tenía sus ideas claras y un torbellino de emociones por dentro, y esperó pacientemente hasta que él se dio por enterado y se giró un poco hacia ella. Tenía una mano en la mejilla y un gesto adusto, se muy veía irritado e hizo una cara de "déjame tranquilo". 

- “Sabes que lo único que quiero saber es por qué”, dijo ella, mientras reflexionaba por las actitudes de él los últimos dos meses. 

Gabriel entró en su habitual modo automático. Se puso sus audífonos y siguió allí sentado, infeliz, mirando la pantalla de su computador y esperando consumirse con su jornada laboral. 15 minutos después, se quitó los audífonos, se puso de pie, tomó su maletín, miró a Carolina que seguía esperando la respuesta y se dispuso a salir. 

- “Sabes que no te responderé. Lo mejor será que sigas viviendo en la superficie de las cosas”, le dijo con voz suave. "Y recuerda que el informe es para esta tarde". Fue hasta la oficia de Jorge, le entregó la carta, salió solo a almorzar y nunca más regresó. 


viernes, 23 de mayo de 2025

Herida profunda

Esteban tenía en su alma una herida tan profunda que ni el tiempo se atrevía a tocarla. Mariana había sido el amor de su vida. Con ella, los silencios no pesaban y el futuro se veía como un lugar acogedor. Habían materializado sueños y llevaban una vida ejemplar. Sin embargo, Él, en medio de su torpeza, la traicionó. No lo hizo con otra persona ni con un acto físico. Fue con algo peor: con una mentira que la decepcionó.

Mariana, con el corazón roto pero la dignidad intacta, se alejó totalmente sin mirar atrás. Él intentó buscarla, escribirle, pedir perdón, pero ella desapareció como una canción que no se vuelve a encontrar en la playlist.

Habían pasado casi tres años. Estaban había sobrevivido con una barba larga, un cabello enredado, un teletrabajo como corrector de estilo y pocas ganas de vivir. Cambió de ciudad, de trabajo, de amigos… pero no pudo cambiar de alma. Cada noche se dormía con la esperanza de olvidarla y cada mañana despertaba con el eco de su nombre latiéndole en el pecho.

Una tarde gris, en el invierno de mayo, Esteban subió a la terraza del edificio donde vivía decidido a todo. El cielo estaba pesado, como si también cargara culpas antiguas Esteban no lloraba, porque ya no le quedaban lágrimas. Sentía un silencio brutal por dentro. Había escrito una carta, no muy larga. En ella decía que “el amor, cuando se pierde por culpa de uno mismo, no se perdona jamás”.

Cuando dio el primer paso hacia el borde de la terraza, una voz lo detuvo. No era un grito, ni una advertencia. Era la voz de Mariana retumbando desde el fondo de la ciudad, en tono serio pero suave:

- “Sabes que mi amor por ti fue tan real como el tuyo. Si algo de eso queda en ti, vive, por lo que fuimos y ya no puede ser.”

Esteban se congeló. Nunca supo si era un sueño, una alucinación, una aparición o un recuerdo; pero esa voz era inconfundible. no podía inventársela. Cayó de rodillas, temblando. Lloró por primera vez en años. No por tristeza sino por esa chispa de vida que volvió a encenderse dentro de su pecho.  

El dolor de alma nunca se le fue. Comprendió que su verdadero castigo no era morir, sino todo lo contrario. Decidió vivir con dignidad, como ella le había enseñado. Empezó a escribir, a hablar con otros, a acompañar a quienes también estaban rotos. Nunca más volvió a amar, porque no quiso y porque no pudo. Un año más tarde empezó a preguntar por Mariana. Solo supo que canceló sus redes sociales, entregó el apartamento a la agencia, se desconectó de todos sus conocidos y desapareció para siempre. 

Sin embargo, desde aquella noche en la terraza, antes de dormir, Esteban siempre escuchaba la voz Mariana que le hablaba desde el fondo de la ciudad. Eso le bastaba para seguir. 


lunes, 28 de abril de 2025

La pagina 119

- "Una pregunta final", dijo el presentador del evento mientras señalaba a Daniela, que levantaba la mano en la parte de atrás del escenario. 
 - "¿Alejandro, puedo hacerte una pregunta un poco indiscreta?", dijo ella con un gesto dubitativo. 
- "La que quieras. No tengo ningún problema en hablar de todo", asintió Alejandro con seguridad. 
- "Bueno, no sé si quieras responderme, pero ¿Qué pasó realmente con Xiomara?"

Cuando Daniela terminó de formular su pregunta, Alejandro tuvo la sensación de que el mundo entero se le venía encima. Había imaginado todo tipo de situaciones para aquel encuentro, pero no podía haberle ido peor: no había administrado bien el tiempo en la conferencia, se había enredado con algunos conceptos, Daniela había asistido acompañada, se había sentado lejos del escenario y justamente a ella se le había ocurrido preguntarle por Xiomara. La tarde se había arruinado por completo. 

 Los ojos se le humedecieron. No por el recuerdo de Xiomara como supusieron todos lo que asistieron aquella tarde, sino porque la pregunta la haya hecho Daniela. Fue una reacción que quiso ocultar tras sus gruesos lentes pero que no pudo, y que provocó de inmediato un sentimiento de culpa y de pena en la joven estudiante que lo miraba desde su lugar en el auditorio y que creyó que su error había sido recordarle a Xiomara. 

 - "¡Qué pena!, lo siento", comenzó a decir ella. 
- "No, no, no, no tiene importancia", respondió él. Y agregó: "Mucha gente quiere preguntar lo mismo y no lo hace. Creo que es apenas lógico, porque la mayoría de mis libros de poemas los escribí dedicados a ella". 
- "la verdad, yo no pretendía..." intentó seguir ella con su excusa. 
-"Nada. Nada. No te preocupes. Todos saben que ella fue el gran amor de mi vida", interrumpió él, con la mirada perdida entre los asistentes. Y continuó:
- "La amé demasiado y eso fue evidente. Fue una mujer muy importante para mí. Además, es una mujer con mucha gracia, con buena presencia y con cierto ángel para los medios televisivos". 
 
Alejandro hizo una pausa larga y tomó un poco de agua de la botella. Varios de los asistentes creyeron que ya había terminado, pero el poeta solo estaba pensando en algo más qué decir. Se paró de la silla, caminó hasta el atril, tomó uno de sus libros, volvió a la silla y comenzó a pasar hoja por hoja, ante la indecisión del presentador entre agradecer a los asistentes y despedir o esperar un momento más. 

 - "Este libro, Daniela, es el único que he escrito después de terminar con ella", continuó Alejandro mientras dirigía su mirada y señalaba de manera alterna la parte trasera del auditorio donde estaba ella   y el texto que tenía en la mano. A Daniela la sorprendió que el poeta se supiera su nombre. "Es el libro más importante que he escrito, porque es el libro de mi presente... Sobra decir que Xiomara ya no está en sus líneas. No la he vuelto a ver y no he vuelto a escribir de ella ni para ella. Sigue siendo una mujer excepcional, pero ya no está en mis letras". 

 Alejandro cerró el libro, respiró profundo y miró a Daniela, que seguía allá atrás sentada junto a un chico que le tomaba la mano y se recostaba en su hombro. Un nuevo silencio de Alejandro fue otro momento de duda para el presentador, que no supo qué hacer. Amagó en el atril, pero nuevamente el poeta intervino. 

 - "Discúlpenme", dijo dirigiéndose al presentador mientras se ponía de pie. "Solo quiero agregar algo más para cerrar este encuentro y disculparme porque ya me esperan para llevarme al aeropuerto". Antes de salir raudo por la parte de atrás del escenario, caminó hasta el atril y se dirigió a todos con estas últimas palabras. "En este libro, que es el de mi presente ya hay otra mujer. Está descrita en la página 119". Y procedió a leer: 

"Dulce, inquieta, joven y apasionada. 
Imprudente, insegura, indiscreta e ingenua. 
Bella, pero prohibida.
La mujer que es sílaba, palabra y verso. 
La mujer que sueño pero que solo estará en mis letras. 
La mujer que seguramente mañana será parte de mi pasado, como este libro. 
Feliz noche, D".  
 

sábado, 19 de abril de 2025

Los silencios de Martina

Era la quinta vez que Camilo invitaba a Martina a dar una vuelta en el carro por la ciudad. Para él se trataba de una última vez, pues los cuatro anteriores los sentía como un desplante. Habían terminado la clase de 4:00, como cada semana iban caminando en silencio hacia el kiosko y Camilo se dejó llevar por el impulso del verano. Después de tragar saliva, se dirigió a ella para quemar su último cartucho: 

- "¡Martina!"

- "¿Qué?" 
- "¿Qué tal si nos vamos a dar una vuelta por ahí en el carro?"
- "¿Dónde es por ahí?", preguntó ella. 
- "A tomarnos unas cervezas"
- "¿Y tú desde cuándo tomas cerveza?, ¿no pues que son un deportista ejemplar?, ¿te pasa algo?"
- "Bueno, también podemos ir a sentarnos en uno de los miradores de Las palmas, sin tomar nada. solo para ver la caída de la tarde en la ciudad. me gustaría leerte algo que te escribí", le propuso Camilo mientras tomaba agua mineral de la botella que llevaba en la mano.
- "Cualquier otro día vamos, que no sea hoy", le dijo ella mientras tomaba camino a la biblioteca. 

Ocho días después, salieron de la clase de 4:00 y sin que Camilo tuviera que decir una sola palabra, Martina se le subió por primera vez al carro, sincronizó su celular con el radio, dejó correr una playlist de baladas ochenteras en inglés y se fueron por la calle 33 para tomar la doble calzada al Alto de Las Palmas. 

 En el primer mirador había varios carros y muchas motos. Cuando llegaron al segundo, solo había cuatro vehículos parqueados. Camilo apagó el motor y Martina la música. El silencio llenó el ambiente como si la naturaleza entera hubiera enmudecido. El carro se inundó con la respiración y los latidos de los dos, pero el silencio seguía siendo profundo. Afuera, los últimos rayos de sol de la tarde bañaban la ciudad entera y algunas guacharacas chillaban en las copas de los árboles. El paisaje hacia abajo era espectacular, pero ellos siguieron guardando un silencio que los unía. 

 Los vidrios del carro comenzaron a empañarse al mismo tiempo que Camilo se abalanzaba sobre Martina, que no hizo nada por deshacerse de él. Sus cuerpos se entrelazaron y vieron caer el atardecer. La noche los sorprendió callados y cogidos de la mano: las delicadas y blancas de ella unidas a las gruesas y morenas de él. No hubo palabras, solo miradas y silencios prolongados con el fondo de una ciudad iluminada que rugía en sus calles, pero que desde lo alto parecía tranquila y bella.

 De regreso a la ciudad, Camilo manejó solo con la mano izquierda en el volante. Con la yema de su mano derecha recorrió suavemente las manos de Martina. Esta vez el silencio dentro del auto se mezcló con los sonidos del largo trancón que se hizo hasta llegar al edificio cerca a la Universidad en el que le indicó ella que estaba su apartamento.  

 El jueves siguiente Martina no apareció en el salón. Camilo extrañó su ausencia. Lo mismo ocurrió ocho días después. Iguales fueron las nueve semanas siguientes, hasta el final del semestre. Fue a preguntar por ella al edificio, pero el portero dijo no conocerla. Nunca más volvió a saber de ella, la ciudad se la tragó. 

Todos los jueves, al caer la tarde, Camilo sube en su carro al mirador de Las Palmas y en silencio contempla la ciudad iluminada mientras frota su mano derecha con la izquierda. 


miércoles, 9 de abril de 2025

Una noche anormal

Melissa se bebió tres vasos más de ron, uno por cada disco de salsa que escuchó. Siembra de Willie Colón y Rubén Blades, Azúcar Pa´Ti de Eddie Palmieri y Comedia de Héctor Lavoe. Pensó que Andrés llegaría como siempre, pero la hora de cierre se acercaba y nunca apareció. No le dio importancia a la infructuosa espera y nunca miró el reloj. Escuchaba cada disco, reflexionaba sobre sus letras y disfrutaba el efecto del alcohol. 

Ensimismada en sus pensamientos, repetía sin cesar el coro de esa última canción: "Sé que se titula / Sufrimiento terrenal / Y entre el bien y el mal / Seguirá el amor". Llevaba puesta una camiseta verde de manga corta que le regaló su amiga Sara en su último cumpleaños y la minifalda de jean que tanto le gustaba a Andrés.  

 "El ron como que le sienta bien a la salsa", le dijo Nico, el mesero que había estado atento a ella toda la noche, mientras le agregó la Canada Dry a un ron que ella no había pedido y que sería el último trago del servicio. Al lado del vaso le puso la cuenta. Melissa miró con amabilidad y respondió: "También a la soledad".   

Como era hora de cierre, Felipe, el encargado de la música, que más que un DJ era un coleccionista metódico de la mejor salsa, bajó el volumen del equipo. A manera de susurro, la banda sonora de aquel final de jornada fue con Roberto Roena cantando "Sentémonos a pensar / La vida ha de continuar / Fingiendo amor donde no hay / Y fingiendo una sinceridad".

- "Hoy no vino con su acompañante habitual", le dijo Nico mientras le recibía el dinero de la cuenta. 

- "No. Es que está fuera de la ciudad", respondió Melissa con una frase que sonó a excusa mientras esquivaba su mirada. "Bueno, la verdad es que hemos decidido de mutuo acuerdo dejar de vernos", agregó para seguir con su mentira. Y continuó, apurando el ron que le quedaba en el vaso y volviendo a mirar a Nicolás a los ojos: "La verdad, es que él era solo eso que tú dijiste, mi acompañante habitual. Nunca nada más". 

- "Con todo respeto, yo siempre pensé que la de ustedes era una relación no muy normal", se animó a decir Nico mientras recogía el vaso y la botella de Canada Dry para llevarlas al mostrador. Había asumido la respuesta anterior como la indirecta que había esperado muchas noches, como una pequeña puerta abierta por la que debía entrar. "Bueno, más que la relación, creo que el anormal era él", apuntó antes de irse con las cosas recogidas. "Termino esto, entrego cuentas y vuelvo en cinco minutos", se animó a anunciar.   

A pesar de su borrachera, Melissa entendió que Nicolás intentaba coquetaerle y que quería prolongar la noche. Desde la primera vez que la atendió en aquel bar se había mostrado especial cuando Andrés estaba descuidado. El problema era ella, que a pesar de la rabia por el desplante solo tenía corazón y cabeza para Andrés, el anormal. 

 Tomó el celular, pidió un Uber, cogió su bolso y se apresuró a salir tambaleándose un poco. Justo en la puerta del bar vio a Nicolás, con cara expectante y listo para salir. Tomó aire, lo miró con gesto adusto y le sentenció: "Finalmente creo que la anormal soy yo. Y es mejor que vuelvas donde tu jefe, porque hoy las cuentas a ti no te dan". Pasó por su lado y vio el Uber esperando en la puerta. 

Cuando abordó el vehículo sonaba en la radio una canción de Rubén Blades que Melissa empezó a acompañar: "Cuidado que ahí vienen los anormales... y con straitjacket... oigan mi gente..."


miércoles, 19 de marzo de 2025

El lector del bar

 Después de leer durante otra media hora los cuentos del blog de Jota, se levantó de la silla y pagó la cuenta en efectivo, con el dinero completo. Su trabajo con el carro en las aplicaciones le permitía mantener billetes de diferente denominación en todo momento. Metió 5.000 pesos en el tarro de propinas, se despidió en silencio levantando la mano y salió del bar. Cuando se marchó, Marcela, detrás del mostrador, sintió un alivio profundo. 

Aunque se fue desde las 8:30 p.m. la presencia de Rodrigo se sintió durante casi dos horas más. Mientras servía los licores que le pedían en esa noche, ella de vez en cuando levantaba la cabeza para mirar la silla que siempre ocupaba aquel hombre lector al que, sin saber por qué, le tenía un extraño miedo respetuoso. Aunque veía la silla vacía tenía la impresión de que alguien allí había levantado la mano para pedir otra cerveza. 

Rodrigo frecuentaba el bar hacia cuatro meses. Pasaba tres veces por semana. Llegaba temprano, saludaba, pedía siempre una cerveza helada y se sentaba a leer. A veces sonreía, en ocasiones fruncía el ceño y por momentos hacía mala cara. Era el efecto de sus silenciosas lecturas. Solo hablaba para pedir la cerveza o la cuenta. Cuando su mirada se cruzaba con la de Marcela, la sostenía 4 segundos con la cara inexpresiva, asentía con la cabeza y volvía a sus lecturas en la tableta o el celular. Cuando se cansaba de leer, hacía un paneo por el bar, volvía a mirar a Marcela, a sostener la mirada y a asentir con la cabeza. 

Ella nunca se habituó a ese primer cliente que llegaba temprano, se tomaba una o dos cervezas, leía, se iba y luego se quedaba en su mente por un buen rato. Le parecía incómodo estar a solas en el local con aquel hombre lector al frente. Muchas veces, sin decirle la razón, le pedía a su amiga Gloria que la acompañara un rato a abrir el bar. Sabía que el hombre se llamaba Rodrigo porque una vez que no trajo efectivo pagó con una transferencia y en el recibo vio su nombre. Era un cliente silencioso, que no molestaba a nadie y del que no tendría por qué querer saber nada, pero curiosamente quería saberlo todo. 

La noche del 8 de octubre, Rodrigo llegó tarde al bar. Entró acelerado, pidió la cerveza fría y contrario a su ritual habitual esta vez se la tomó de dos sorbos rápidos. No miró a Marcela, sacó el dinero y pagó con el mismo afán que entró. Se puso de pie, por primera vez no metió absolutamente nada al tarro de propinas y se dispuso rápidamente a salir.

- “¿Hoy no va a leer… Rodrigo?, preguntó Marcela, haciendo énfasis en el nombre. 

- “Tampoco le sostendré la mirada durante tres segundos”. Dijo él, mientras salía. “Y seguramente no sentirá mi presencia unas horas más. Ya los cuentos se acabaron”, agregó mientras salía. 

 







 

domingo, 2 de marzo de 2025

Confesión entre rones

A Mario se le soltaba la lengua con el ron. Se desinhibía, tomaba la iniciativa y hablaba con soltura hasta de temas que no debería mencionar. Elizabeth lo sabía, se aprovechó de ello, exageró un poco los gestos de comprensión, lo consoló, se comportó como si estuviera muy interesada en él y aparentó un rol de confidente fiel. Fue así, entre ron y ron, como acopió toda la información que necesitaba de él. 

Tenían varias cosas en común: habían vivido en la misma ladera de la ciudad, asistieron a la misma facultad, les encantaba el mismo licor, eran hinchas del mismo equipo, frecuentaban los mismos sitios, compartían un mismo grupo de amigos cuando iban al estadio y algo que no sabía Mario: estaban enamorados de la misma mujer que había fallecido hacía un mes. Los dos trataban de paliar el dolor a su manera, ella desde la venganza y él desde la culpa. 

- “¿Te parece si nos vemos otro día?”, propuso Elizabeth con seguridad, mientras pasaba su tarjeta para pagar la cuenta.

- “Pues la verdad, hace muchos días que no me sentía así”, respondió Mario. “Es una bella casualidad que nos hayamos encontrado aquí. Si quieres nos vemos el viernes, pero esta vez por invitación mía”, agregó.

- “Tal vez haya sido un capricho del destino, o la voluntad de algún angelito, que nos hayamos encontrado. Por supuesto que nos vemos el viernes, para que me sigas contando esa historia de tu amor inconcluso”, apuntó Elizabeth. Se intercambiaron los números de teléfono y se despidieron con un beso protocolario en la mejilla, que Elizabeth intentó que fuera sensual. 

En solo cinco semanas se volvieron muy amigos, aunque a decir verdad eran solo compañeros de copas. Nunca salían a cenar, no iban a cine, no caminaban juntos... Siempre se encontraban en los bares de la calle 33 y en sitios futboleros, incluyendo el estadio, al que siempre llegaban casi ebrios. Mario le tomó confianza a Elizabeth para hablarle de todo; hasta de Valeria. Le contó los episodios más íntimos. Elizabeth se dedicaba a recoger, conservar y torturarse con esos recuerdos ajenos. 

El primer viernes de abril, se vieron en un pequeño y discreto bar del barrio Laureles. Afuera caía una llovizna pertinaz. Adentro, las otras cuatro mesas del local estaban vacías. Solo estaban ellos dos, un cincuentón barbado detrás del mostrador que era el dueño del local y en la acera, un perro callejero que se había estacionado allí atraído por algunos pedazos de pan que aquel hombre le dejaba allí todas las noches. Se tomaron más rones de los habituales y Mario se desahogó con Elizabeth. Le contó los detalles de la noche fatal de Valeria. La banda sonora de aquella confesión fue la versión de Madonna de "Love Don't Live Here Anymore". 

- "Era una mujer asombrosa, pero al mismo tiempo inestable y peligrosa. Eso sí, debo confesar que me hizo muy feliz", dijo Mario, antes de tomarse un ron más. 

 - "Qué triste", advirtió Elizabeth, que había permanecido en silencio. Y agregó "Mientras más grande sea la felicidad de alguno, más grande será la angustia que nos genera a otros". 

Dicho lo anterior, Elizabeth paró la grabación en nota voz de su celular. Desde el primer encuentro había hecho lo mismo. Siempre que la conversación terminaba, Mario estaba tan ebrio que no se daba cuenta de lo que hacía su compañera de rones, ni siquiera se percataba de que ella siempre pagaba la cuenta. Tampoco supo nunca que Elizabeth también había perdido a Valeria.     

   

   






miércoles, 19 de febrero de 2025

El existencialista

- "El existencialismo fue básicamente una respuesta a la incertidumbre y al caos del mundo", afirmó Manuel, mientras la miraba a los ojos y se tapaba un poco las piernas de ambos con el borde de la sábana, dejando los cuerpos desnudos. "Sartre, Camus y Simone de Beauvoir coincidieron al plantear que la existencia precede a la esencia", continuó en su disertación. 

Martina disfrutaba demasiado aquellos monólogos filosóficos un poco dispersos y la mayoría de las veces inútiles para ella, un arquitecta dedicada a la construcción de unidades residenciales de casas en el oriente del departamento. Muchas veces, no le entendía casi nada, pero el solo hecho de tener a Manuel tan cerca y saber que hablaba solo para ella le generaba una placer particular que no podía ocultar en su rostro. 

- "Es que los seres humanos no nacemos con un propósito definido; somos nosotros mismos los que le damos el sentido a nuestras vidas con nuestras decisiones y acciones. Y claro, es una libertad que tiene un costo muy alto que la pagamos en cuotas de angustia", continuó Manuel. 

- "¡Tú cómo sabes de cosas!", afirmó Martina en tono coqueto, mientras le acariciaba el cabello con las manos y acercaba sus labios húmedos al pecho del ensimismado filósofo. Daba lo mismo que le respondiera o no, la mayoría de las veces no lo hacía cuando ella lo interpelaba; pero ella amaba tanto sus palabras como sus desatenciones, sus rechazos y sus silencios. Estaba profundamente enamorada de aquel filósofo desarreglado y medio vago, que se la pasaba todos los días entre bibliotecas universitarias y bares bohemios del centro de la ciudad. 

Manuel terminó la cerveza que tenía en el vaso, ignoró la pregunta y continuó hablando. "Nacemos sin un propósito. Nos definimos a través de nuestras elecciones, ejerciendo nuestra libertad absoluta, que más que un privilegio es una carga". 

Martina era consciente de que se había enamorado de él por sus defectos, por su lado oscuro y por su parte más difícil: su fanatismo filósofo hasta en los momentos de intimidad. Tendida en la cama, siguió escuchando el discurso de Manuel, que empezó a caer en conceptos difusos para ella, que sabía que empezaba a amanecer y que muy pronto tendría que irse a su oficina en la constructora, al otro lado de la ciudad.

- "La vida es un absurdo porque los hombres queremos encontrarle sentido en un universo diferente",  expresó Manuel mientras subía el tono de la voz, "y es justamente la falta de respuestas es lo que nos sume en una profunda crisis existencial", sentenció. Era justo esa vehemencia con la que cerraba sus reflexiones lo que aumentaba la admiración de Martina. 

Lo contempló una vez más. Aprovechó el silencio contemplativo en que cayó él por unos minutos para repasarlo de la cabeza a los pies. Mientras lo miraba, entendió que realmente lo amaba sin una razón particular. Era muy poco lo sabía de él, excepto que tenía formación filosófica y que dictaba algunas clases de epistemología en las universidades del centro. 

Con sutileza, le quitó la sábana de los pies y empezó a acariciarlo en la parte baja del pecho. Se subió a su cuerpo, lo miró a los ojos y le dijo al oído: "no quiero saber más del existencialismo... Solo quiero que sepas que mi único deseo es existir en ti". Aquella mañana volvió a llegar tarde al trabajo oliendo a cerveza. 


domingo, 26 de enero de 2025

El asaltante

Juan Antonio nunca se imaginó que lo despedirían de la empresa. Cuando lo hicieron, nunca supo por qué. La decisión lo tomó por sorpresa y la asumió con buen humor. No se preocupó en lo mínimo, pues creía que con su hoja de vida y sus contactos no tendría problema en encontrar trabajo rápidamente en otro lugar. 

Estaba comprometido con Sara, una joven intelectual de 26 años de edad, negociadora internacional, que trabajaba con una empresa minera gigantesca. Él vivía en un pequeño apartamento en el Norte. Ella, en una mansión campestre con sus padres en las afueras de la ciudad. Faltaban 3 meses para la boda y la mamá de Sara ya había hecho toda la planeación con una empresa de wedding planners

Juan Antonio tenía 34 años de edad y trabajaba como contador en una empresa importadora de sillas y productos de plástico. Era un profesional destacado, con liderazgo en su equipo de trabajo y con el reconocimiento de todos en la empresa por su puntualidad, su caballerosidad y la calma con la que tomaba las decisiones en los momentos tensos. Su intempestiva salida de la compañía los sorprendió a todos. 

Con Sara, había acordado casarse después de que ella se graduara de la especialización en gestión aduanera que estaba terminando. Llevaban 4 años de novios. Un mes después de la salida de Juan de la trabajo, acordaron posponer la fecha mientras él volvía a organizar su vida laboral. 

Quiso mantener el nivel de vida que llevaba y empezó a gastarse el dinero que le dieron por la liquidación. Rápidamente le tocó empezar a vivir con lo que tenía ahorrado. Pasados 4 meses, decidió no volver a pagar el arriendo del apartamento en el Norte y pasarse a uno más pequeño en un barrio de estrato 3, en el occidente, a pesar del disgusto de Sara. 

La situación se le puso difícil, no tenía parientes en la ciudad y ninguno de sus pocos amigos pudo o quiso ayudarle. Le pidió ayuda a algunos de sus excompañeros de trabajo hasta que descubrió que estaba absolutamente solo. Al quinto mes vendió todo lo que tenía: la ropa, la moto, los relojes, los muebles, la cadena que había heredado de su papá, el celular y el escudo de oro que le habían dado cuando cumplió los cinco años de servicio en la importadora. Sara no volvió a contestarle las llamadas que empezó a hacerle desde el teléfono minutero de la farmacia y tiempo después, una vez que le marcó al número de la casa, le dejó la razón de que no la volviera a molestar más.       

El día que llegó la policía al barrio a buscarlo con una orden de desalojo por incumplimiento de pago no supo qué hacer. Aceptó que era demasiado difícil encontrar un empleo formal. Para conseguir algo de dinero empezó a vender cosas en la calle: lapiceros, galletas, confites y bolsas de basura. Recolectó cartones y botellas para venderlos como reciclaje y empezó a dormir en pensiones en las que pagaba la noche. 

Al séptimo mes la situación se le volvió caótica e inmanejable. Se le empezaron a dañar los diente y ya no tenía ropa para cambiarse. Pensó en suicidarse pero le faltaron agallas, las mismas que sí tuvo para empezar a robar. Al principio, les robaba a los borrachos en las noches. Luego, siguió con las ancianas que madrugaban a los oficios religiosos. Después, empezó a hacerlo en las ciclorrutas y finalmente lo hizo en todo momento y a todo tipo de personas. 

Se asumió como delincuente profesional y en su nuevo oficio aplicó los conocimientos que tenía de contador. Administró el dinero que conseguía, se compró un revolver y una moto de alto ciclindraje, se arregló la dentadura, compró ropa lujosa y alquiló una habitación en un barrio de estrato 3. En el mundo del hampa se ganó rápidamente el respeto por su seriedad y la forma metódica como planeaba los asaltos. Lideró una banda y empezó a robar bancos y casas lujosas en las afueras de la ciudad. 

Después de haber asaltado la empresa importadora de plásticos y de dar el gran golpe al robar en las oficinas administrativas de una empresa minera gigantesca se enamoró de una de las mujeres de su banda llamada Sara y se fue a vivir con ella en una apartamento al norte de la ciudad. 


domingo, 5 de enero de 2025

Obsesiones

Pensé en ella muchos días. Quedé impactado con su figura esbelta, su lunar en la mejilla, los hoyuelos que generaba su sonrisa y su calidez al hablar. Luciano, mi primo, me la presentó cuando salíamos de jugar un partido en Itagüí y llegamos al parque para tomarnos una cerveza. Ellos se conocían porque estudiaban juntos una tecnología en logística y yo la conocí porque el destino nos cruzó 20 minutos que fueron muy especiales, pero finalmente, fugaces.

Por timidez o estupidez, que en cosas del amor son lo mismo, no le pedí su número. Ella se fue con su hermano en la moto y yo me quedé con los muchachos del equipo. Varias veces le pregunté a Luciano por ella, pero nunca me quiso dar su contacto; no sé si por celos, por cuidarla de mí, o simplemente porque cada que hablábamos de mujeres él terminaba haciendo chistes y burlas y desviando el tema.

Durante casi tres meses estuve yendo al mismo sitio en Itagüí los sábados en la tarde a tomarme una cerveza y a buscar a Salomé entre los numerosos transeúntes del parque. Nunca más la vi.

Ya pasaron 12 años desde aquel encuentro. El fútbol, los compañeros de aquel equipo y hasta mi primo Luciano hacen parte de mi pasado. Mi presente son los libros. Mi trabajo como editor encajó con mis pasiones y con mis estudios en Literatura y Filología. Viví solo, tengo una biblioteca gigante y un gato, no tengo redes sociales y siempre prefiero la soledad, la calma y el silencio.

Esta mañana salí caminando de mi apartamento para la editorial. Generalmente voy en la moto, pero hoy decidí irme a pie. Tomé la Calle 33 y luego la Avenida Nutibara. Al llegar al segundo semáforo una mujer que venía caminando en sentido contrario se quedó mirándome con sorpresa, sonrió y se paró frente a mí diciendo:

- “Juan Carlos… ¡Juan Carlos! 

La miré extrañado porque en un primer momento no la reconocí. Pensé que podría ser alguna excompañera del pregrado, una de esas vecinas del edificio que nunca te cruzas de frente, una de las vendedoras nuevas de la editorial o alguna prima lejana con las que uno no tiene contacto.

- “Sí, soy yo”, respondí con timidez mientras detenía mi paso. Y en tono respetuoso pregunté: “Disculpa, ¿tú eres…?”

- “Soy Salomé, Juan. ¿No me recuerdas? Nos presentó tu primo Luciano hace años en Itagüí”.

Era una mujer atractiva, con el cabello un poco desordenado y una pinta casual. Me fijé en su cara. Los hoyuelos de Venus eran un poco más marcados, el lunar se destacaba en su mejilla y su voz seguía teniendo la misma calidez.

-  “Perdón, perdón. Es que tengo una pésima memoria y ha pasado mucho tiempo, pero ya te ubiqué. Eres Salomé, ¡la que te fuiste en la moto con tu hermano!”, le dije, mientras miraba el reloj.

Me escuchó con atención y con una sonrisa inacabable. Se me acercó tanto que me sentí intimidado. Me miró fijamente y soltó una frase directa.

- “Sabes una cosa, nunca he dejado de pensar en ti”

No supe qué decir. Di un paso hacia atrás para sentirme seguro, volvía mirar el reloj y me afané a decir:

- “Qué rico saber de ti y volver a verte, pero te soy sincero, voy un poco retrasado. Tengo una reunión demasiado importante a dos cuadras de acá”. Saqué la libreta pequeña que siempre llevo en el bolsillo y un lapicero. “Dame tu número y te marco ahorita”.

- “Si quieres me haces una llamada perdida y ahí quedamos registrados”, dijo ella.

- “Mejor no, este celular mío es corporativo y está muy expuesto”, alcancé a responder. 

Ella ya tenía la libreta en su mano, procedió a escribir el número y dibujó un corazón al lado de su nombre. Me lo entregó y volvió a sonreír. 

- “Ojalá no te me pierdas otros 12 años, un mes y 17 días. Mucha suerte en tu reunión. Por si algo, voy al centro comercial y estaré allá toda la mañana”, dijo, mientras me daba un beso en la mejilla. Yo me despedí rápido y me fui caminando de prisa.

Al cruzar la siguiente calle, arranqué la página y tiré el papel con el número en el primer bote de basura que vi. y decidí no volver a pasar por esa calle en mi vida. Tengo claro que mis obsesiones ahora son literarias.