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viernes, 5 de abril de 2024

Santa Bárbara bendita

Como solía hacerlo cuando su estado de ánimo decaía, aquella tarde de viernes Ángel tomó su vehículo y partió sin un destino determinado. Por la autopista Sur llegó hasta la variante de Caldas, siguió hacia el Alto de Minas y cuando bajaba hacia La Pintada decidió entrar a Santa Bárbara. Dejó el carro junto a la iglesia y se dedicó a recorrer los rincones del pueblo en busca de las mejores panorámicas. En los pueblos, pensó mientras miraba hacia el cañón del Río Cauca, uno deja de ser uno mismo, se convierte en un desconocido y eso le da cierta libertad para no ser responsable de todas sus acciones. 

Habló con algunos lugareños, tomó varias fotos, compró unos dulces y se dirigió por la carrera Bolívar hasta "La Sala del Zar", un pequeño bar en el que comenzó todo, como la mayoría de las historias oscuras de aquel pintoresco pueblo. 

Ya se había tomado tres aguardientes cuando vio entrar por la puerta a Zain Romero, un colega escritor con el que casualmente había compartido panel cuatro veces en los festivales literarios de Jericó. Con la ayuda del licor habían alegrado varios encuentros, que transformaron rápidamente de tertulia a fiesta y de fiesta a bacanal. Zain estaba de paso en el pueblo, rumbo a La Pintada, a pasar el fin de semana con Dayra, su amante, que lo esperaba en una finca. Tres aguardientes después, Zain lo había convencido de que fuera con él. 

Ángel dejó su carro en el pueblo y se montó en el de su amigo, que serpenteó raudo por la carretera mientras bajó por la cordillera. El viaje se le hizo eterno. Cuando pasaron por Farallones, ya se habían consumido casi una botella y Zain le había contado todos los detalles de su trágica vida sentimental con su esposa y de sus aventuras con su amante. A Ángel la cabeza le daba vueltas, producto de la combinación de licor, historias y carretera. En una de tantas curvas, prefirió dejarse vencer por el sueño y por la borrachera, mientras Zain seguía conduciendo como un loco y contándole sus historias. 

Lo despertaron los cantos de los pájaros y las caricias de Dayra. Ángel no se hallaba. Miró a su alrededor para ubicarse: estaba en un segundo piso, desnudo, todavía borracho, en una cama matrimonial, en una habitación con balcón, con una mesita en la que estaban sus dos novelas preferidas, una jarra de agua, zanahoria picada y una botella de aguardiente. Había luz de día y a su lado, también desnuda y borracha, y excesivamente cariñosa, estaba la amante de su amigo Zain. 

Se levantó desconcertado. Como pudo, se envolvió en una toalla, abrió la ventana y miró hacia abajo buscando alguna referencia. Había una piscina gigante y a su lado un letrero en un retablo gigante que decía "Hotel Santa Bárbara Bendita". En el agua estaba Zain, abrazado tiernamente con su esposa y acompañado de sus dos hijas. Desde allí su amigo lo saludó efusivo con una frase que Ángel utilizaría después para titular uno de sus cuentos: "¿Cómo están el ángel y la santa?".  

miércoles, 20 de marzo de 2024

La próxima estación

Habían pasado 23 años desde que Marcelo emigró a Portugal huyendo de todo: de una ciudad que le quedaba pequeña, de la violencia en las calles del barrio, de la falta de oportunidades laborales, de una familia destruída y principalmente de Carolina, la mujer con la que creyó que lo había vivido todo. 

Estaba de paso fugaz por Colombia. Debía cerrar dos negocios en Bogotá como subgerente de la empresa de telecomunicaciones en la que lleva ya doce años trabajando. Llegó en la noche, y en una sola jornada bien trabajada dejó todo listo. Tenía tiquete de regreso a Lisboa para el día siguiente al inicio de la noche. Nunca supo cuál fue la razón real, pero aprovechó para volarse a Medellín. madrugó en el vuelo del sábado a las 7:00 a.m. y compró tiquete de regreso para las 4:00 de la tarde. Así le daría la escala sin problemas. 

La tarde sabatina en su natal Medellín estaba lluviosa. Era la 1:38 p.m. cuando tomó el Metro en la estación de La Estrella, municipio en el visitó a su Tía Rosalba en el hogar gerontológico, para saludarla y despedirse para siempre de la única persona a la que le guardaba algún cariño en esta ciudad. Su destino era bajarse en la estación Exposiciones y tomar un vehículo hacia el aeropuerto, con la idea de no volver nunca más. 

Aprovechó la poca cantidad de pasajeros para pasearse por varios vagones, como lo hacía en sus años de universitario. En el vagón que abordó iban una pareja dedicada a los besos, cuatro jóvenes con uniforme color naranja, integrantes de algún equipo de microfútbol y un adulto con uniforme de las Empresas Públicas de la Ciudad. Pasó al vagón siguiente y vio en él a un anciano de sombrero, a una adolescente con pinta de metalera y a una familia completa, con los dos padres y tres niños en escalera, de unos 5, 7 y 9 años. Cuando llegó al tercer vagón ya habían pasado 4 estaciones. 

Repasó visualmente. En el rincón, sentado frente a Marcelo, estaba un hombre, que lo miró con inquietud, vestido con unas botas y un buzo verde ceñido al cuerpo. Al fondo del vagón, se veía una anciana con un bastón en la mano y a su lado una niña de unos 11 años y dos mujeres cuarentonas, que incluso sentadas, tomaban por el brazo a la abuela. El hombre de las botas se bajó en la estación Poblado. 

Cuando Marcelo llegó al cuarto vagón sintió un aire extraño. En el ambiente había un olor que no identificaba pero que le resultaba evocador.  Siguió con su ejercicio. Al lado izquierdo, sentados, iban dos cuarentones discutiendo por un tema de fútbol. Al frente de ellos, viajaban tres mujeres con falda larga, el cabello suelto y cada una con una biblia en la mano. Junto a la puerta de la izquierda, iba recostado un albañil con un maletín de cuero a sus pies en los que se asomaban algunas de las herramientas de su oficio. Marcelo se fijó en la almadana y el cincel que se asomaban por el deteriorado cierre y de inmediato clavó con sorpresa la mirada en una mujer que estaba parada junto a la puerta de la derecha, la más lejana al lugar donde él estaba, esperando la próxima estación. La vio desde un costado y sintió un remesón.       

Una mujer de esa estatura, con un porte elegante, de cabello rubio, de pómulos altos, con un rostro alargado como su cuerpo, con ojos brillantes, ensimismada en la música que escuchaba en sus audífonos grandes, con unos senos prominentes y un pequeño lunar en el antebrazo cerca al codo no podía ser otra que Carolina. Repasó su figura. Después de un instante de duda, se puso a mirarla fijamente. Recordó que su Carolina siempre usaba el reloj en la mano derecha. El lunar, el reloj y su cara delgada fueron las pistas determinantes. 

Marcelo se quedó inmóvil unos segundos. Pasaron 23 segundos. Mientras decidía si gritarle o cruzar el vagón para hablar con ella, el tren llegó a la estación Industriales. Carolina bajó del vagón caminando con prisa, como si esta vez fuera ella la quería huir de todo. Marcelo caminó hacia la salida, pero la puerta se cerró frente a él.  Mientras siguió con la vista a Carolina, que subía las escalas, escuchó por el parlante: "próxima estación: Exposiciones". 

jueves, 14 de marzo de 2024

Lectura entre líneas

En la sala de la cabaña, la chimenea estaba encendida desde las 5:00 de la tarde. El frío era tan fuerte que no quisieron seguir caminando la ciudad en invierno, como se lo habían propuesta cuando programaron el viaje. Converesaron frente al fuego hasta que a ella se le empezaron a cerrar los ojos. 

Se la habían pasado hablando de "autores universales", una categoría imprecisa que les permitía debates eternos. Carla insistía en que Kafka tenía que estar encabezando esa lista y Martín no paraba de discutirle que nunca habría argumentos para ponerlo al lado de Hesse, de Poe, de Dickens o incluso de Hemingway. Ella insistió con el argumento de que el alemán fue pionero en la mezcla del realismo con la ficción y Martín le alegó que un escritor tan perfeccionista y obsesivo se vuelve muchas veces inentendible para muchos tipos de público. Se pasaron horas discutiéndolo hasta que el tema estuvo agotado sin llegar a ninguna conclusión. 

Hablaron de autores, de textos y de géneros. Casi a la media noche,  mientras la nevada arreciaba afuera, a Martín se le ocurrió plantear el tema del invierno en la literatura. Carla ya había recostado en el mueble, pero escuchó atentamente el resumen copioso que él hizo de "la tormenta de nieve" de Tolstoi, después de algunos apuntes que ella aportó sobre "Orlando", de Virginia Woolf. 

Aunque la madera encendida en la chimenea iluminaba con una luz tenue toda la sala y le daba un ambiente romántico a la escena, contrario a sus otros viajes por el mundo esta vez la intelectualidad había superado la sexualidad que ambos se despertaban. Martín pensó sin decirlo que el invierno no solo se había apoderado de la conversación sino de sus cuerpos. 

Ella tuvo la mente clara hasta que la empezó a atacar el sueño y él firme intención de seguir conversando hasta que se le atravesó la idea de que el fuego entre ambos había desaparecido. Un silencio largo se apoderó de la sala.

- "Ya te estás durmiendo", dijo él. "Discúlpame por extender la conversación. La verdad, me genera un placer intelectual hablar de libros. Duerme tranquila, que ya es tarde".  La tomó en sus brazo, la llevó a la habitación y la acostó en la cama entre edredones, cobijas y almohadas. Regresó a la sala y agregó en voz baja: "tarde no; es demasiado tarde... para los dos". Esa fue su lectura. 

sábado, 3 de febrero de 2024

La presencia de Daniela

Mateo atravesó caminando el llamado "barrio de los obreros" y bajó por un largo callejón. Al final del mismo estaba el portón verde y pesado de "El viejo bar". Buscaba un refugio para estar lejos todo, en especial de Daniela, quien fuera la mujer de su vida, pero también la causante de su gran dolor. El bar era un antro de licor y música pesada. Abrió el gigante portón y entró a ese sitio oscuro, escondido, habitado por el humo y perdido en la ciudad. Cruzó entre las mesas buscando el rincón. Escuchó las voces y reparó los rostros de los asistentes. Había grupos de amigos que hablaban fuerte y reían a carcajadas, una que otra pareja que se hablaban suave y se besaban, y algunos solitarios ensimismados que tarareaban la canción que sonaba en el bar. Cada uno estaba en lo suyo, hasta Mateo, que solo quería beber y olvidar.   

Se dirigió al rincón. Cuando llegó a la última mesa se sorprendió al ver allí a Daniela, sentada, con una botella de aguardiente destapada de la que ya se había consumido algunos tragos. No supo qué hacer. Permaneció estático, en silencio, mientras ella le sonrió coquetamente y le habló. 

"He llegado antes que tú. Sabes que te conozco demasiado bien. Sí te vas al fin del mundo sabría dónde encontrarte. Y también conozco mejor que tú el camino a este bar. Hasta me sé un atajo" le dijo, mientras levantaba la copa y brindaba en el aire. Ante el silencio de Mateo, ella continuó: "Recuerda que no es de un caballero dejar una conversación en punta. Y menos irse enojado cuando todavía hay tragos en la botella". Mateo rechazó con un gesto de desprecio el trago que Daniela le ofreció. "Siempre habrá una explicación clara para cada cosa que hacemos. Siéntate por favor, bebe conmigo y terminemos de aclarar el tema que te tiene aquí", dijo ella.  

Mateo se quedó de pie, la miró fijamente, respiró profundo, dejó salir un suspiro de resignación, dio un paso y pensó sin decirlo: "Si me conocieras tn bien sabrías que no soy tan caballero". Se retiró caminando hacia atrás y atravesó rápidamente el bar para volver a salir por el portón. Cuando subió los 200 metros hasta lo alto del callejón, Daniela lo estaba esperando sentada en la acera, como lo hacía desde hace tres años cuando él la dejó en medio de una fuerte discusión. La botella de aguardiente que tenía en la mano ya estaba vacía.  

domingo, 8 de octubre de 2023

La musa

Sophie era una mujer de mediana edad y de un alto nivel económico. Estaba acostumbrada a salirse con la suya. Su nombre era poco común en el pequeño pueblo en el que había decidido irse a vivir. Alfredo quería hablar con ella hace varias semanas, pero se le había dificultado. El viaje hasta allá debía ser por tierra, él sufría fuertes dolores en las piernas como herencia del mal manejo de sus lesiones cuando fue deportista de alto rendimiento, y ella, antes de bloquearlo, le había escrito que no tenía nada de qué hablar con él. Alfredo, escritor de oficio, solo quería pedirle una explicación y dejarla en paz, por eso le había pedido a Jairo que lo llevara hasta la remota población.  

De Manizales salieron a las 4:00 de la mañana. Llegaron a la plaza principal cuando las campanas de la iglesia citaban para el rosario de las 3:00 de la tarde. Hacía un frío terrible. Alfredo estaba ansioso y Jairo hambriento. En el kiosko pidieron dos empanadas grandes y un par de cervezas. Sophie estaba sentada leyendo en una hamaca en el antejardín de su casa en una de las esquinas del parque y no se percató de la presencia de los dos hombres que fueron su vecino y su amante en la capital durante casi 10 años.

Jairo le ayudó a Alfredo a ponerse de pie y lo acompañó hasta la casa de Sophie, que no supo cómo reaccionar cuando los vio juntos. Jairo saludó con cierta frialdad, acomodó a Alfredo en la sala, les dijo que regresaba en un rato, cerró la puerta y se fue a conocer el pueblo. Alfredo saludó con firmeza y antes de que Sophie dijera algo le advirtió que solo había ido por una breve explicación. 

- "Solo dime qué pasó, y me voy a la ciudad a seguir escribiendo", le dijo. 

- "¿Te importa si me quito el abrigo y me pongo cómoda?", preguntó ella con su voz un poco quebrada. "Recuerda que todo escritor necesita una buena musa y tú mismo me contaste que hasta el diablo tuvo una", agregó mientras sonreía coquetamente. 

- "¿Acaso eso todavía tiene importancia para ti?", contrapreguntó él.

- "Ya no", contestó ella, sacudiendo la cabeza, "pero no sobra rememorar los buenos tiempos", añadió.

Alfredo se encogió de hombros, la miró con rabia y comentó como si no fuera para ella: 

- "El día que me dejaste tirado no perdí la inspiración. Eso habría arruinado la historia. Querías joderme la vida y de paso, la profesión. Sí, estuve en las puertas del infierno, pero eso me sirvió para afinar la última novela".

 Sophie levantó la mano, llamando la atención. 

- "Procura no sonar pomposo, Alfred", ronroneó. 

- Él la miró con dureza, pero ella hizo caso omiso. Se quitó el cinturón y se desabrochó los botones del abrigo. Después, con un movimiento rápido, dejó caer la prenda al suelo. No llevaba nada debajo. Ladeó el cuerpo provocativamente en dirección a él. Dio una vuelta completa para exhibirse y se sentó. 

- "¿Lo ves Alfred?, ¿te gusta mi figura?, ¡Soy la musa perfecta! Y no hace falta que respondas", dijo Sophie mientras soltaba una carcajada. 

Alfredo asimiló toda la imagen con una sola mirada. Repasó su cuerpo de arriba a abajo pero se detuvo en los ojos. Se quedó mirándola por un instante eterno. 

- "Conozco muy bien esa mirada. La he visto en muchos hombres. Es la mirada maravillosa del que ve un cuerpo que conoce bien y que siempre ha deseado. Me miras a la cara queriendo parecer un educado intelectual pero estás pensando como animal desatado. ¿Cierto?". Dijo ella mientras seguía su concierto de risas. 

- Alfredo guardó silencio. Se sentía acalorado. 

- Sophie se puso de pie. Dio otra vuelta para exhibirse de nuevo. Se agachó despacio para recoger la abrigo del suelo. Lo sacudió, lo sostuvo unos segundos y con un movimiento rápido metió los brazos y se lo abotonó. Se volvió a sentar en el sofá y esta vez fue ella la que miró fijamente a los ojos a Alfredo. 

Alfredo sintió que salía de un trance. Sacudió un poco la cabeza y quiso empezar a hablar, pero Sophie nuevamente levantó la mano y lo interrumpió.

- "Lo siento, Alfred, tu musa se volvió a aburrir. La explicación que pedías ya fue evidente",  dijo, y agregó: "tú solo miras y después nada. Cuando la musa aparece tienes que dejar que la inspiración fluya, no te puedes quedar de brazos cruzados. Ahora tendrás que irte a otro pueblo a buscar otra musa. Ya sabes, búscala en las tardes,  mientras el pueblo está en misa aparecemos más fácil". 

Alfredo la miró más desconcertado que cuando llegó. Quiso decir algo, pero ya Sophie no estaba en la sala. Escuchó un momento el taconeo de sus zapatos en las escaleras y el grito desde el segundo piso: "ábrele a Jairo, que debe estar esperándote en la puerta. Él sabe muy bien y mejor que tú que si no hay inspiración, el tiempo es breve". 

martes, 19 de septiembre de 2023

Clientela fija

 El calor era insoportable. Elkin caminó por la Avenida, bañado en sudor y con un poco de asfixia, tratando de no pensar más en Cecilia. El Bar de Willy estaba casi al final, después de los dos supermercados y la tienda de mascotas. Cuando llegó a la puerta vio que no había espacio en la media docena de mesas que se ubican en la calle. El Bar de Willy se había ampliado gracias a una disposición del alcalde, que peatonalizó varios sectores del populoso barrio.  

El interior del bar era estrecho, con poca iluminación, con las mesas apiñadas y una barra en la que solo cabían cuatro sillas. En las paredes había una mezcla de afiches de fútbol, fotos de cantantes de salsa, pósters de grupos de rock, un cuadro del Che Guevara y publicidad de algunos candidatos a la alcaldía. Era un local sin identidad, pero con clientela fija. Elkin iba sin falta cada ocho días, los jueves, casi siempre con un desencanto amoroso diferente. Esta vez, el de Cecilia, la mujer que conoció el jueves anterior, cuando salió borracho del bar.

El interior estaba en penumbra. Elkin parpadeó para que sus ojos se adaptaran al contraste de la luz. Las cuatro sillas de la barra estaban vacías. Se sentó en la del rincón y pidió lo de siempre, un ron doble con limón y mucho hielo. Recordó que tenía muy poco efectivo en el bolsillo y que la tarjeta de crédito estaba sin cupo desde el fin de semana intenso que vivió con Cecilia. Pidió un segundo ron doble y se lo tomó tan rápido como el primero. Se sintió mejor. Pagó la cuenta y salió rápido por la Avenida. 

Dos cuadras arriba del bar, en el mismo sitio de ocho días atrás, lo estaba esperando Cecilia. Tenía el mismo vestido verde, el mismo peinado y  la misma sonrisa inocente. Elkin trató de evitarla, pero los  rones ya le habían hecho efecto. Ocho días después, en el Bar de Willy, Elkin volvió a maldecirla. 

miércoles, 23 de agosto de 2023

La falta de calle

 Ricardo saltó de la calle y se subió rápido al taxi para ir al Hotel Garden Inn, donde estaba hospedado hacía dos semanas. El tráfico era terrible, como siempre en Bogotá incluso antes de que comenzaran las obras del Metro. Estaba a solo 11 cuadras de distancia, pero el malgenio tras la última y definitiva discusión con María Eugenia y la pertinaz llovizna de la tarde lo obligaron a tomar el transporte público. El conductor de gesto adusto avanzó mediante aceleraciones abruptas, frenazos en seco, adelantamientos forzados y casi 100 pitazos en el corto trayecto. Se tardó 45 minutos en el corto trayecto. 

- "Se hubiera demorado lo mismo si hubiera manejado tranquilo y recto don Euclides. De todos modos mil gracias", le dijo Ricardo al conductor después de ver su nombre en la tarjeta que colgaba en la silla y antes de pagarle la carrera. 

- "Como se nota que a usted le falta calle", le respondió el taxista, mientras él se bajaba del auto. 

Sin prestar atención al portero, que tenía intención de decirle algo, Ricardo subió rápidamente las escalas y cruzó la puerta giratoria para entrar al hotel. El vestíbulo estaba repleto de gente. Gambeteó varias maletas frente a la recepción y se dirigió rápido al restaurante-bar del primer piso para buscar un trago. Lo único que quería era olvidarse de aquella tarde, quitarse el olor a calle bogotana y tomarse un ron antes de encerrarse en la habitación 804 a trabajar en el presupuesto del proyecto. Lo tenía que entregar a primera hora y lo había descuidado los últimos días por andar entre riñas y noches de placer con su cómplice capitalina.  

Se sentó en la barra. Cuando llamó al mesero para pedirle su trago, éste llegó con el ron ya servido en la mano. 

- "Cortesía de la dama de la mesa de al lado", dijo con cara de compinche. 
- "Gracias", dijo Ricardo, mientras miró sorprendido. María Eugenia estaba allí, sentada, sola, sin el abrigo grueso que tenía once cuadras atrás y con media botella de ron casi vacía. 

- "¿Qué haces aquí?, ¿Cómo llegaste?, ¿ cuánto tiempo llevas acá?", preguntó Ricardo frunciendo el ceño y sin saludar. 
María Eugenia no dijo nada y se volvió hacia el camarero.
-"Alberto, ¿tiene algo dulce?, ¿un postre, un cheesecake?". 
- "De frutos rojos. Es el mejor de la ciudad", respondió el mesero. 
- "Tráigale uno a mi amigo. La vida se le volvió muy amarga esta tarde desde que un taxista le dijo la verdad, y necesita endulzarla. Lo carga a mi cuenta, Más tarde le pago". Inmediatamente se puso de pie, se tomó el último trago de ron a pico de botella y se marchó. 

Ricky se quedó solo en su mesa. Cogió el vaso de ron y mientras le temblaba la mano miró la calle por la ventana del restaurante.   

     

viernes, 18 de agosto de 2023

El baúl de los recuerdos

 Hacía casi 8 años que Raúl no bajaba al sótano. El olor a moho siempre le pareció repugnante y fue su excusa para evadir la insistencia de Luisa de organizar aquel piso bajo. Cuando abrió la puerta para bajar las 13 escalas, frunció la nariz y sintió un extraña opresión en el pecho. Bajó con cuidado. Todo el tiempo se sintió escoltado, no acompañado, por la mujer con la que convivía hace 15 años. 

El calor del  verano era insoportable, señal directa de un cambio climático irreversible. A Raúl le pareció que la temperatura alta concentraba aún más el aroma añejo que salía desde las cajas que estaban apiladas en un caótico desorden en el piso de aquella pequeña habitación. Se preguntó la razón por la que había evitado tanto tiempo volver a ese oscuro sótano. Cuando estaba a punto de responderse, encontró el interruptor y prendió el bombillo pelado que iluminó tenuemente el silencioso sótano. 

Lo primero que vio Raúl fueron las ocho cajas, las tres sillas rotas, algunos libros, las dos bicicletas oxidadas y el pequeño baúl que estaban en el piso. Todo estaba cubierto de polvo y lleno de telarañas. Lo segundo, la cara inquisidora de Luisa, que parada a la izquierda suya, paneó con rabia la habitación de lado a lado. Lo tercero, las sombras que se proyectaban por todas partes y que ocultaban algunas carpetas con papeles olvidados en el piso. Para él, todo en aquella habitación, excepto el pequeño baúl, estaba en la categoría de "cosas viejas, reunidas en el tiempo, posiblemente útiles y valiosas, pero fácilmente botables". Para ella, no había más que basura y un baúl que nunca había visto". 

- "Qué hay en ese baúl?", preguntó Luisa. 
-  "Solo recuerdos que ya no importan", respondió Raúl.
- "Has dedicado tu vida a acumular cosas que no valen la pena", repuntó ella mientras subía las escalas para salir. Y desde la puerta, agregó: "Pide un camión y manda a botar todo esto, hasta tus recuerdos inútiles". 
-  "De acuerdo. Lo haré mañana a primera hora. Que se lleven todas estas cajas...". Y después de una pausa, mientras ponía el candado en la puerta, agregó: "Todo menos el baúl. Los recuerdos allí guardados son contigo, y algún día  podríamos necesitarlos". 


 

sábado, 16 de abril de 2022

Dolor en el pecho

 Lo despertó un fuerte dolor en el pecho. Uno más. Los venía sintiendo desde hace casi seis meses y cada vez eran más frecuentes. El cardiólogo le realizó varios exámenes y había descartado cualquier problema coronario. Eran las 4:15 de la mañana, estaba solo en la habitación, el televisor seguía prendido y al fondo solo se escuchaban las sirenas habituales de una ciudad convulsionada. Fue al espejo del frente y mató un zancudo que estaba allí. 

Una vez más, pensó que su vida era monótona, insípida, sin una gran historia para contar. Mentalmente llamó a lista a sus compañeros del bachillerato: Jiménez, un importante banquero; Rodríguez fue concejal; Alvarado, comerciante de telas; García, futbolista profesional; Pérez, sacerdote y obispo en Argentina; Rivera, médico y político; Nuñez escritor.  ¿Y él?  Una página en blanco. El dueño de una vida fantasmal.  

Caminó de lado a lado en el pequeño apartamento del piso 15 en la calle 15, herencia forzada de su padre. Sintió rabia. Quería despejarse. El dolor en el pecho se hizo más intenso. Lo entendió como una alarma para despertar de la vida en sueño que llevaba. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Miró por la ventana hacia la calle y solo vio a un madrugador reciclador que separaba los residuos. Abrió la ventana y le gritó dos veces con fuerza: "No esculques más, que la verdadera basura soy yo".  

Se quedó sentado una hora en la habitación mirando la misma pared blanca que ocupaba su atención desde hacía varios años. La luz del amanecer lo sorprendió. Estaba loco, imaginó. El dolor en el pecho ya era inaguantable. Sintió que se moría. Se tiró en la cama a esperar el momento. Contó del 1 al 15. Mientras la muerte llegaba por él se acordó de su médico y también de Alicia, la única mujer que lo amó. No podía ser un infarto. Ella le había reprochado muchas veces que era un hombre sin corazón.

jueves, 24 de marzo de 2022

Valentina por valiente

 Nicolás no la llamaba hacía más de ocho días. Valentina esperaba impaciente, pero sin dramatizar su desesperanza,  porque en el fondo también amaba sus silencios. Abril estaba o escasas hojas en el calendario. Faltaba poco para la Semana Santa y, como siempre pasaba con él, no había hecho ningún plan. Miró el reloj, eran las 9:00 p.m. Prendió el televisor y ya el reality había terminado. Se sirvió una copa de crema de ron mientras revisaba los mensajes. 

Se aferró al recuerdo de la última vez que se vieron. Fue algo especial por el frío, porque fue en la mañana y porque la conversación versó sobre temas complejos. Estaba segura de que no la iba a llamar, pero aún así no le quitaba la vista al teléfono. Mas que amar a Nicolás, amaba su lado oscuro, su indecisión, su humor negro e irónico, su fanatismo irracional con algunos temas y su estado emocional impredecible. Adoraba sus defectos y todo lo que no sabía de él. Entendía el amor como un acercamiento a los desconocido.  

Cuando terminó el tercer trago sintió que la cabeza le daba vueltas. Tomó el teléfono y decidió honrar el nombre que su madre le había puesto. Valentina por valiente, le explicó alguna vez doña Carmenza. Cuando escuchó la voz al otro lado de la línea, titubeó para hablar, pero respiró profundo y dijo la frase que le cambiaría para siempre su relación con Nico: "Soy Valentina y estoy decidida. Necesito su ayuda urgente". A las 7.00 a.m. del día siguiente entró al consultorio de la doctora por primera vez.


viernes, 2 de abril de 2021

Dora a las 10:00

Llevaban cuatro días sin salir del apartamento de la calle 54. Juan Ignacio había agotado sus historias y sin darse cuenta repetía algunas solo para no caer preso en las preguntas capciosas que a veces María Belén le disparaba. Ella lo escuchaba sin interrumpir y aunque ya conocía los finales siempre soltaba una carcajada natural que le permitía a él alimentar su ego. Entre cuento y cuento, le interpelaba con interrogantes que él volvía a evadir para comenzar otra larga historia. La repetida inquietud de "¿cuándo es que me vas a contar tu rollo con Dora?" quedaba en el aire. Los blackout enrollables se mantenían abajo haciendo que todas las horas parecieran de noche. 

El café en exceso no le ayudaba a Nacho a aclarar sus ideas cada vez más turbias. Cuando se enredaba, María Belén aprovechaba para volver con sus dudas. La respuesta siempre era un silencio prolongado, el inicio de una historia ya contada, una mirada al techo, una llamada telefónica para pedir un domicilio, un capítulo nuevo de una serie o un nuevo momento íntimo en las tinieblas del apartamento en el piso 16. Dora vivía en el 18 y era amiga de María Belén desde hace seis años cuando se conocieron en el gimnasio. Nacho la conocía hacía desde mucho tiempo atrás. 

Pasaron dos días más hasta que se agotó el café. Ignacio miró la hora. Eran las 9:56 p.m. No quiso pedir un domicilio y ante una mirada atónita de Belén, tomó las llaves y dijo que regresaba en un momento. Iba por café a la tienda del primer piso, le dijo. Después de que se subió al ascensor todo fue un rollo. Eran las 10:00. 

martes, 19 de enero de 2021

Es mejor que no te quedes

Cuando salieron de cine eran las 11:00 de la noche. "Demasiado temprano para regresar a casa y demasiado tarde para pensar en otro plan", pensó Marcelo. Mientras comentaron la película caminaron por la Avenida El Poblado rumbo al apartamento de Sonia, que vivía a ocho  cuadras. "Demasiado cerca para tomar un taxi y demasiado lejos para los zapatos altos que traje", pensó ella. 

Mantuvieron la típica conversación entre universitarios de quinto semestre en su segunda cita. Discutieron sobre la trama, el papel de Linda Cardellini y el tratamiento al racismo que le dio el director Peter Farrelly. "Siempre quise ser pianista, como el protagonista", pensó él. "La madre si no es la misma actriz de Scooby-Doo", pensó ella. Conversaron sobre sus carreras, el encuentro casual en la plazoleta de la Universidad el día que se conocieron y los gustos musicales y literarios de ambos. "Lástima que no le gusta la salsa clásica", pensó él. "Si lee a Ishiguro a Murakami no es tan básico", pensó ella. La conversación se animó más de lo previsto por ambos y cuando llegaron a la Unidad Residencial alargaron la charla casi una hora sentados en la zona de los juegos infantiles.  

"Ya es media noche y mejor me voy porque tengo un partido con la Facultad mañana", dijo él mientras se despedía. "Aunque quisiera quedarme", pensó. "En la portería te piden el taxi y no se demora nada", le respondió Sonia y le dio un beso en la mejilla muy cerca a la boca. Aunque sus miradas se encontraron y Marcelo se sentía demasiado atraído, se avergonzaba de no tener la valentía para admitirlo y salió caminando hacia la portería con sus remordimientos. "Me llamas la otra semana si quieres ir a ver Bohemian Rhapsody" le gritó ella mientras recogía sus zapatos para irse al apartamento. "Es mejor que no te quedes", pensó. 

miércoles, 13 de enero de 2021

La dueña de los libros

 Entró al bar, eligió la última silla de la barra, se sentó, se quitó la chaqueta, templó la voz, le pidió una Corona a Luis, sacó un libro de la mochila y se dispuso a leer. "Pasado perfecto" de Leonardo Padura, una novela negra que le había regalado Lucía. Pasó una hora y apenas logró darle dos sorbos a la cerveza. Estaba inmerso en el texto. Luis le trajo unas crispetas, las descargó sutilmente, y con cierta timidez le interrumpió la lectura para preguntarle si quería otro trago. "Cualquier ron. Solo con hielo. Es hora de cambiar", dijo Giovanni, sin quitar la mirada del texto. Era su quinta visita al bar en dos semanas, el tercer libro que Luis le veía,  y la primera vez que pedía un segundo trago en la noche.  

El resto de la historia ya lo conocían en el bar. Leyó otros 50 minutos, miró el reloj dos o tres veces, se levantó de la silla, cerró el libro, lo metió a la mochila, se puso la chaqueta, se tomó el ron de un solo envión y pagó la cuenta con un billete de 50.000. Como de costumbre, con un gesto sutil de la mano le indicó a Luis que dejara la devuelta de propina. Esta vez fue mucho menos, por el valor del ron. "Hoy tampoco fue el día. Ya son las 9:00 y hoy tampoco vendrá", dijo antes de salir.  Cuando se marchó, Luis se metió de lleno en su trabajo, sin dejar de mirar a ratos la última silla de la barra. Tenía la sensación de que alguien seguía allí leyendo toda la noche, esperando a la dueña de los libros... que nunca vendrá.   

martes, 15 de diciembre de 2020

Las 11 menos 3

Martín terminó de escribir el texto el lunes en la noche a las 10 menos 5. No fue fácil. Una página le había llevado varias horas y el relato completo todo el fin de semana. Imprimió a la carrera, bajó por la moto y a pesar de la intensa lluvia salió raudo por la calle 56. Media hora después estaba en la casa de Estela con las seis páginas impresas. Ella le había prometido esperar esas líneas antes de tomar cualquier decisión. Estaba en el mueble, a media luz, mirando por la ventana hacia el colegio vacío. El saludo fue más frío y más tenso que aquella noche de noviembre. Eran las 11 menos 30. 

Estela recibió el escrito, se puso los lentes y encendió la lámpara que estaba al lado del sofá. Martín se hizo en un rincón de la sala, sintiéndose un extra en la escena, se sentó en un mueble pequeño y decidió esperar con la poca paciencia que le quedaba después de luchar con cada línea de la escritura. Le sorprendió que ella no se mostrara trastornada. Después de leer, plenamente metida y absorta en el texto, ella levantó la mirada, suspiró profundamente, y soltó solo una frase mientras doblaba las seis hojas y las metía en una gaveta: "no me llena". Lo corto de la expresión, más que su contenido, le llenó la cara de desencanto a Martín. Sintió una gran desilusión. Eras las 11 menos 5. Tenían un acuerdo: si él lograba plasmar en el texto los sentimientos que ella le había expresado a lo largo de cuatro años, se quedaba. "No tienes por qué preocuparte", le dijo ella. "Fue lo que acordamos". Eran las 11 menos 3.       

sábado, 1 de agosto de 2020

Tiquete de ida

Cuando llamaron el vuelo, María Adelaida siguió mirando su vaso. Cerró los ojos para ver nítida la imagen de él. Su figura siempre aparecía, consciente o inconscientemente, sin importar la hora, el lugar o el grado de alcohol. Pensó en llamarlo para suplicarle perdón y para pedirle que lo intentaran de nuevo; pero prefirió abrir los ojos. Para buscar el pasabordo puso el vaso sobre la pequeña maleta de mano en la que había empacado lo poco útil que tenía. Lo demás se había regalado a la pareja que le compró el apartamento. Bebió el último sorbo de Ron Medellín que le quedaba y con él apagó el único remordimiento que tenía. Abordó por la fila preferencial. 

Desde la ventanilla contó cada una de las líneas de demarcación de la pista mientras el avión decolaba. Siempre le había gustado el cosquilleo que se sentía al despegar. Esta vez no fue así. El pasar de la vía le recordó que a Cristian esa sensación lo mareaba. Le pareció verlo al lado de una de las luces de la pista. Sintió que se desvanecía. Solo había comprado tiquete de ida. Cuando el vuelo estaba en el aire, volvió a mirar por la ventana y supo que había visto el último atardecer de su vida en Colombia. Ella, que se había burlado del amor mil veces, estaba atrapada en él. Añoró otro ron. 

sábado, 18 de julio de 2020

Las 10:03 en el reloj de la pared

Candelabros encendidos, copas de vino servidas, meseros elegantes y grupo musical improvisando algo de jazz. El famoso reloj de pared del restaurante señalaba las 9:40 p.m. Escena perfecta en las afueras de la ciudad. Alejandro esperaba en la mesa a Verónica que se había ido al baño a retocarse el maquillaje. .  

En la mesa del lado, una pareja muy adulta saboreaba sendas copas de coñac mientras aguardaba la cena. Escuchar su conversación aparentemente trivial le ayudaba a Alejandro para no impacientarse por la espera. No entendía mucho, pero rápidamente descubrió que la señora, de nombre Carmen, le reclamaba a su acompañante su comportamiento en el pasado. Nunca le perdonaría su indecisión y su falta de carácter, le decía. Había tensión. El señor miraba para todos lados tratando de encontrar en el restaurante una explicación para replicar. Pasaron casi 15 minutos hasta que llegó la comida, justo cuando Carmen cerraba su monólogo con un "no te perdonaré nunca. De no ser porque ese sábado en el restaurante me dejaste esperando, yo me habría casado contigo". 

Verónica se demoró en regresar. Había tenido un problema con el cierre del vestido.Cuando llegó a la mesa, Alejandro no estaba. Vio a la pareja del lado cenando en silencio, los candelabros habían sido apagados, el grupo musical estaba en descanso y una de las copas estaba vacía. El reloj de pared marcaba las 10:03 p.m.

martes, 9 de junio de 2020

Un brindis académico

A Pamela le pasaba algo particular con las fiestas: se entusiasmaba demasiado cuando la invitaban, pero estando en ellas le entraba un desgano total. Era una constante desde las fiestas de quinces de sus amigas. Ya bordeaba los 53 años de edad. Su última relación seria había terminado hace nueve. Vivía sola en una pequeña finca a cuarenta minutos de la ciudad. Su única compañía eran sus gatos. Sentía que el tiempo y la soledad le pasaban sendas facturas que no tenía como pagar. La reunión de la Facultad esa noche no era la más adecuada para sacarla de sus preocupaciones. 

Cuando llegó, la cena estaba servida y y el decano ya había hablado. El encuentro era formal. Su traje negro y su escote en la pierna no pasaron desapercibidos. Su llegada tarde tampoco. Se sentó en una mesa junto a la ventana en la que solo se escuchaban lugares comunes. Elogios excesivos a una gestión que ella no compartía. A algunos profesores se les notaban los cuatro tragos que ya habían repartido. Intentó comer, pero la interrumpió el sonido de un violín con un remoto vals que la transportó a sus años de adolescencia. 

Dejó la cena, se inspiró en la música, y tomó una de las copas que sobrevivió de las rondas anteriores. Sintió un extraño calor en el pecho. Se fue al lado del violinista y lo interrumpió con sutileza. "Brindo por los que llegan tarde para evitar las farsas, por los que interrumpen la música que muchos no valoran y por los que se van temprano para quedar de tema", dijo. Se ruborizó un poco, pero salió despacio. En la finca la esperaban sus tres gatos que ronroneaban como nunca. 

domingo, 24 de mayo de 2020

Salud por Sócrates

Muy temprano en la mañana, Antonela decidió podar el jardín del patio. Para ello siempre usaba unas tijeras viejas que rescató de la finca antes de entregarla. Mientras cortaba el rosal miró el busto de Sócrates que parecía guarecerse de la lluvia debajo de una teja pequeña. La casa, el busto y la teja eran herencia de su padre, un italiano que llegó a Colombia huyendo de una guerra mundial para morir en una guerra local. Aunque había vivido 35 años en esa casa, nunca había notado que las cavidades de los ojos del busto estaban vacías, por lo que era imposible saber hacia dónde miraba el filósofo. Un viento frío le golpeó las mejillas y en una mano le cayeron unas primeras goteras. Sintió un sensación de vació y prefirió entrar rápido a la casa.

Se metió a la biblioteca, que permanecía intacta desde hacía tres años cuando su padre fue asesinado. En un lado, había muchos libros. Todos viejos y empolvados, pero en buen estado. Al otro, un escritorio lleno de papeles y documentos jurídicos, con algo de moho por la humedad del lugar. Tomó uno de los libros de pasta dura, "Los filósofos y el amor", y buscó el viejo sofá. La filosofía, pensó, siguiendo a Sócrates, no es una especulación sobre el mundo sino un modo de ser en la vida por el cual es preciso, cuando sea necesario, hasta sacrificarla. Leyó un poco y lloró bastante. Sintió que el filósofo le reclamaba desde el jardín por no seguir  el único saber fundamental que existe: conocerse a sí mismo. Abrió el escritorio, destapó una botella, miró por la ventana hacia el jardín, brindó por Sócrates y bebió desaforada. Esperaba que fuera alguna cicuta olvidada en el cajón. 

martes, 19 de mayo de 2020

Volvió a llover

Todo el día el cielo fue una esponja que se exprimía cada dos o tres horas. Adrián estuvo conectado en su computador. Alexandra se pasó la jornada en el marco de la ventana del piso 7 mirando la solitaria calle entre la lluvia. Él, con la mente ocupada en su teletrabajo. Ella, con él en sus pensamientos.

En el sexto aguacero, cuando cayó la tarde, Alexandra vio venir a un hombre protegido con un paraguas grande. Parecía enfurecido. Vociferaba en medio de la lluvia. Maldecía y manoteaba. Desde su lugar era imposible identificarlo. Por un momento creyó que era su Adrián. Desde la calle hacía el gesto de apuntarle con el paraguas. Reflexionó rápidamente. Él no tenía motivos para estar bravo. No había mostrado interés para ir hacia aquella calle. Ni siquiera sacaba tiempo para ella. Miró al hombre del paraguas y mientras él la ofendía con palabras y gritos, ella le agradeció lanzándole un beso. Justo en ese momento volvió a llover.

jueves, 14 de mayo de 2020

310 cuadras

Tardó mucho en anochecer. Samuel David no paró de caminar. Salió de su oficina en Belén, subió por la carrera 30, cruzó toda la 80 hasta La Aguacatala y luego por la Avenida Las Vegas llegó hasta el parque de Envigado. Compró una botella de agua y siguió rumbo al municipio de La Estrella. Subió casi hasta la casa de María Paula. Para no pensar en el camino contó cada una de las cuadras.  Tres veces se desconcentró y creyó perder la cuenta. Empezó un nuevo conteo desde el sitio en que le llegaba la duda. El sudor le recorría todo el cuerpo, pero el viento frío y el amago de lluvia le golpeaban la cara y lo refrescaban. 

María Paula había sido reina. Después, estudió ingenería. Tiempo después trabajó en el edificio contiguo al de la oficina de Sammy. Él nunca se atrevió a cruzar la frontera que significó la relación formal que ella tenía desde su época de universitaria. Ahora vivía más lejos, pero él la sentía más cerca. Esa noche estaba seguro de haber dado un gran paso cuando le respondió el mensaje. Se sentó en el parque a refrescar sus ideas y a mirar un buen rato el balcón del fondo. Volvió a caminar. Según sus cálculos, sumando los tres intentos de conteo, llevaba unas 310 cuadras. El recorrido fue casi igual de extenso. Los últimos pasos los dio casi dormido cuando llegaba a su casa en en el barrio San Javier. Sintió que le faltaba mucho camino.