martes, 8 de diciembre de 2015

En el bar de la U

Hacía ocho meses que frecuentaban el mismo sitio: una de esas especies raras de bar-fotocopiadora-papelería-restaurante que hay al frete de cada universidad. Allí se sentaban todos los viernes después de las 6, en medio de sillas rojas, un ruido infernal, crispetas frías y más gente que espacio. Él, en tercer semestre de ingeniería, prefería hacerse siempre en el rincón debajo de las escalas de madera. Ella, en primero de sicología, se ubicaba a la entrada del bar, para hacer sus primeros pinitos de lo que llamaba "etnografía de la cotidianidad". En casi dos semestres, nunca se hablaron; se cruzaron todo tipo miradas y gestos que los hicieron amigos de ocasión, conocidos de la U y hasta confidentes silenciosos. La densidad de aquel sitio tenía energías concentradas, uno que otro fantasma escondido y algunas fotocopias de capítulos aislado de Ricour, Barbero y Levi-Strauss olvidadas en cualquier mesa. En ese antro del saber y la cerveza se estableció aquella relación sin palabras, que solo intimó cuando migró a los emoticones del whatsApp. 

jueves, 1 de octubre de 2015

Silencios

Se llamaba Eveline, con i latina como la de Joyce, y también era vendedora, como la del cuento; aunque ella insistía en que le reconocieran el rótulo de "ejecutiva de ventas", que en la práctica era lo mismo. Siempre estaba en el parque, sentada, en ropa deportiva, al final de las tardes. Desde el primer día, cuando él llegaba, empezaban todo tipo de conversaciones banales, que se prolongaban por horas. A ella parecía no importarle demasiado perder el tiempo con él hablando de todo y de nada. Un miércoles, en una tarde opaca, fue ella le que le propuso hablar de asuntos sustanciales.  Fue entonces cuando aparecieron los peligrosos y prolongados silencios. 

domingo, 20 de septiembre de 2015

El hombre del brandy

Entró al bar de siempre. Se sentó en el mismo sitio, al final de la barra, en la silla de madera. Aunque había mucha gente, por alguna extraña coincidencia, durante 12 largos años, la silla del rincón siempre estaba libre. No llovía, ni era época de invierno, pero como todos los viernes, repitió el ritual: descargó el paraguas, se quitó la chaqueta, pidió un brandy y se puso a tararear el mismo tema musical de los viernes a esa hora. Terminado el disco, el único que sonaba dos veces seguidas en aquel antro salsero, pagó en efectivo, tomó los billetes de la devuelta y dejó las monedas de propina. 

La chica que atendía la barra aquella noche era nueva y estaba en entrenamiento. No dijo nada, pero pensó en el hombre extraño del que le hablaban sus compañeras, el señor del paraguas que viene lo viernes y que cuando se va  deja su presencia. Dos horas más tarde le ocurrió lo que tanto le habían advertido: cada que miraba el rincón al final de la barra, tenía la incómoda sensación de que alguien levantaba la mano para pedir un brandy. 

sábado, 21 de marzo de 2015

La prueba

Los exámenes médicos debía hacérselos en ayunas. Sintió la madrugada, pues el laboratorio era al otro lado de la ciudad. Llevaba cinco años de inmunidad al dolor, desde aquella tarde en que Vanessa se fue. La enfermera bromeó sobre lo escondido de sus venas. La punzada no le dolió. Salió de los exámenes con ganas de caminar. Eran las 7 am. Pudo ver el decorado de prostitutas, vendedores, drogadictos, indigentes y trabajadores informales que a esa hora adornaban el centro de la ciudad. Estaba tan seguro del resultado positivo, como de la ausencia eterna de Vanessa. Así, en ayunas, decidió perderse entre esa multitud.

martes, 20 de enero de 2015

El contador de días

Eran las 3:00 de la mañana. Jairo miró por la ventana y solo vio la monotonía de la calle. Llevó a la biblioteca la novela que había terminado y la cual consideró tan pasiva como la ciudad de esa hora. Se sirvió un vino y lo sorbió intentando encontrar un sabor que lo sacara de aquel letargo. Nada qué hacer: la ciudad, la novel, el vino y su vida transcurrían sin novedad. Se sentó en el sillón y decidió esperar a que el tiempo pasara. Desde entonces s un simple contador de días.  

miércoles, 7 de enero de 2015

Cuentos iniciados

A Henry, como a todos, se le dificultaba escribir. Siempre que lo intentaba, tenía claro cómo empezar pero tras la primera línea sus ideas huían. Tenía una ventaja frente a los de su generación: era persistente. Lo intentaba a diario. Hacía bosquejos, ponía en el papel lluvias de ideas, anotaba cada cosa que se le venía a la cabeza y coleccionaba cuadernos en los que intentaba darle forma escrita a su imaginación. Todas sus ideas, en absoluto, se quedaban inconclusas. También tenía una desventaja frente a los de su grupo: su modus vivendi era la escritura; tenía que producir textos para poder vivir. Su único oficio era el de escritor. 

El año pasado, ante la premura de la editorial por una nueva publicación hizo un compendio con varios de sus cuadernos y se los mandó a su editor. En poco tiempo, "Cuentos iniciados" se convirtió en un Best Seller y Henry...   

viernes, 2 de enero de 2015

Otra noche de fútbol en la ciudad

Las 11:52. El sonido de los disparos se confundía con el de la pólvora. En la ciudad de la periferia celebraban los hinchas del equipo color marrón. En la ciudad central, lloraban los hinchas del equipo color rosa. En toda la ciudad, la gente corría espantada. Unos lo hacían de miedo a los gases de la policía, y otros por el afán de llegar a la casa a ver en televisión la repetición de los goles. En el colectivo rumbo a casa, dos señores con cara de abuelos jubilados, pero con pinta y salario de maestros discutían sobre el fenómeno: "Los fanáticos de fútbol son así. Amenazan a periodistas, directivos y jugadores", decía el más crítico de los dos. "Pero pasados unos días se matan entre ellos, en las tribunas o en las calles, da igual", sentenció el otro. "Así es, justo en ese momento, es cuando se olvidan de los periodistas; y viceversa", apunté yo, tratando de entrar en la conversación.  

lunes, 10 de noviembre de 2014

Colegas

Salió del juzgado en medio de la consternación por el veredicto. Era viernes. A pesar de estar fuertemente custodiado, un mar de cámaras y micrófonos lo ahogó cuando intentaba bajar las escalas. Miró su reloj y entendió que era la hora de los informes en directo. Entre la avalancha de preguntas sin orden y sin sentido, se impuso la voz fuerte de un periodista, de eso sin edad, con una cara gris y un traje venido a menos, que más que respuestas le exigía una confesión. Detuvo su paso de inmediato. Miró al veterano periodista y lo vio con los ojos fruncidos, como buscando un agujero entre sus cejas. Sin pensarlo, escupió una respuesta casi tan abrupta como las preguntas que le habían lanzaban. "Por culpa de colegas como ustedes", dijo. Luego se montó al vehículo. Esa tarde recordó una frase de un profesor de la Universidad: los periodistas son tan peligrosos como un adolescente drogado portando una pistola. 


lunes, 27 de octubre de 2014

Premoniciones

Aunque nunca supo por qué, aquel nombre "Tuniche" en la etiqueta de la botella siempre le causó gracia. Tal vez esa sonrisa evocadora pero inexplicable que le generaba esa curiosa palabra en la etiqueta había convertido al frasco en una de las pocas cosas sobrevivientes en el viejo y vacío caserón; pero le había llegado su hora. Se había dado cuenta que esa noche tenía demasiadas premoniciones de desgracia y quería alejarlas. Quitó el corcho sin olerlo y se bebió la botella completa, de un solo sorbo.  En cuestión de minutos, se quedó dormido. Despertó 12 horas después con un fuerte dolor de cabeza, y cuando intentó levantarse, miró a su lado y vio las premoniciones, plácidas y seguras, durmiendo a su lado. 

domingo, 12 de octubre de 2014

Desde el punto penal

A Rafael le incomodaba demasiado el ritual de entrenar lanzamientos desde los 12 pasos. Para él, esta parte de la práctica no era más que un fusilamiento continuo, innecesario y aburridor del arquero del mismo equipo. Nada especial, solo perdida de tiempo. No había público ni prensa que presionara, como en los partidos que él llamaba "de verdad". Siempre pregonó que cuando se llegaba a esta instancia era porque ninguno de los dos equipos había merecido ganar, y que de ahí en adelante el asunto no era más que de "mísera suerte". De allí, que generalmente se desentendiera de esta parte de la práctica, se acostara en la cancha y se dedicara a mirar las nubes. 

Eso sí, en esta ocasión, tener a su compañero Pérez al frente, a quien apodaban "El Imbatible", como objetivo en la mira, significaba algo especial. Esta vez no puso el dorso contra la hierba para aislarse de la práctica, sino que para sorpresa de todos en el equipo pidió ser el primero en probar desde los 12 pasos. Acomodó el balón, tomó cinco pasos de distancia y despachó un verdadero misil hacia la puerta; hacia el portero. "Le pegó como con rabia", dijo más tarde Restrepo, el utilero del equipo cuando llegaron los directivos del club a indagar por lo que había pasado. 

Rafael cambió de club. Se fue a un equipo de segunda, que en dos años logró el ascenso. Allí esperó con paciencia tres años más, mientras cosechaba triunfos y marcaba goles. Una tarde de domingo, el fútbol lo puso nuevamente frente a Pérez. Esta vez en la definición del título de Liga. Antes del cobro, Rafael se acercó a Pérez y le dijo al oído: "Pocas veces la vida te da la posibilidad de fusilar simbólicamente a quien se quedó con la mujer que has amado en silencio". 

 

martes, 1 de julio de 2014

Sin diván

No había diván, pero Augusto no paraba de hablar. Le contó todos los detalles de la discusión que tuvo con Juliana la noche anterior. Le detalló día a día los tortuosos tres años que llevaba viviendo con ella. Le habló de sus incomprensiones, del día que tuvo que amarrarla porque quería herirlo con un puñal y del problema en que según él se había vuelto todo. Finalmente, le confesó sus reincidentes intenciones entre suicidas y asesinas, y le detalló todo lo ocurrido. Cuando paró de hablar, miró al frente. Allí seguía ella, escuchándolo sin intervenir, con una grabadora en la mesa, un diploma de abogada en la pared y un letrero traslúcido en la puerta que decía: "Fiscal 4". No había diván.  

domingo, 4 de mayo de 2014

Ginebra con limonada

Solo se me ocurrió pedir una ginebra con limonada. Este trago, algo exótico para un menor de edad procedente de un barrio marginal, lo conocí un día que el papá de una amiga rica se embriagó con sus amigos mientras yo pasaba la pena de conocer a toda la familia. El mesero me lanzó una mirada inquisidora, la cual calmé con un billete sobre la mesa. Estaba tomándome un trago en el bar más costoso que había en la ciudad, como se lo había prometido a ella desde el primero hasta el último día. Tanto el anciano que me atendió como yo sabíamos que mi trago era de clase, pero yo no.

Lo probé, lo saboreé y empecé a tomármelo con lentitud. Cuando iba por la mitad, subí la copa a la altura de la cabeza y grité con fuerza ante la mirada de sorpresa y de reproche de los pocos asistentes al bar aquella noche de martes: ¡a tu salud!... El silencio fue cómplice de aquel momento casi eterno, que solo se rompió con la escandalosa aparición de los 10 policías que entraron por mí. Un asesino de mujeres como yo, a los 17 años de edad, podía darse el lujo de tener una celebración con clase, pero no un arresto silencioso.

jueves, 17 de abril de 2014

Amistad a todo precio

"Todos tenemos un precio", sentenció aquella abogada gorda mientras me explicaba que para poder dejar libre a mi primo Juan necesitábamos de la declaración de Ospina. "Ni él ni yo lo tenemos", le repliqué. "Los principios no se negocian, y sé que él tiene unos tan firmes como los míos", agregué. 

La doctora era una mujer "culta", famosa por su habilidad verbal; así que no le dí tiempos largos para exponer o argumentar. La obligué a hablar con intervenciones cortas, lo que sabía que la incomodaba bastante. "Lo suyo está claro, prefiere hundirse en esta cloaca; pero Ospina está afuera y si usted lo convence... ", "Le repito que es intachable", interpelé. "Nunca haría algo ilegal. Meto la mano al fuego por él. Por eso, ni yo le diría que lo hiciera, ni él esperaría que yo se lo propusiera, y sé que él jamás haría lago así, ni siquiera por esa cantidad de dinero". 

La abogada me miraba con unos ojos obesos como su cuerpo. Era exitosa. No había perdido un solo caso en varios años, pero todos sabían que sus estrategias "jurídicas" eran el engaño y la manipulación. "Ya verá que en dos días declara", sentenció antes de salir.

Ospina había sido un profesional recto. Lo conocí en la Universidad y desde entonces fuimos amigos. Tenía cuerpo de basquetbolista, cara de predicador y mente de teniente. Le gustaba la lectura. Tenía tres hijos y una hoja de vida intachable en sus doce años de trabajo como ingeniero residente en diferentes obras. Hacía ocho meses que no lo veía, desde el día en que me encerraron por acompañar a mi primo a una vuelta por el barrio. 

Era jueves el día que me llamaron a la oficina del director. Estaban él y la abogada. Yo llegué antes que mi primo. La cita era para los dos. "Tiene usted un amigo que lo aprecia demasiado", dijo la abogada con tono de dictadora, y agregó, "Ospina lo aprecia tanto que confesó la verdad". El director me miró complaciente y anunció: "tengo en mis mano la boleta de salida. No quiero problemas. Así que salgan antes de que a él lo entren. Nunca es bueno que un par de hombres buenos, que han pagado casi nueve meses de  cárcel injustamente, se encentren en un pasillo con el culpable de esa injusticia".  Mi primo me abrazó fuerte. 

martes, 15 de abril de 2014

El último contrato

El viejo portón verde de madera que daba a la calle Bolivia y que había sido conservado como entrada al edificio y como recuerdo de la arquitectura colonial derrumbada por el desarrollo, se abrió a las 11:38 de la noche. El portero me despidió con una frase habitual y aplicable a toda la ciudad: "tenga cuidado, que este sector es muy peligroso".  En la recepción me esperaba una pareja de desconocidos, con quienes debía cerrar el negocio. 

No cruzamos más palabras que las de un frío saludo. Tanto ellos como yo, habríamos evitado aquel encuentro de haber sido posible. Salimos en busca de algo de comer, sabiendo que a esa hora el centro de la ciudad es un hervidero social. Ellos llevaban el contrato en un sobre de manila de tamaño oficio y solo necesitaban mi firma, y yo llevaba todas las intenciones de estampar mi rúbrica en aquel maldito papel. 

En el camino hasta la pizzería repasé a mis acompañantes. Ella vestía unos jeans desteñidos y una camiseta que alguna vez fue negra, su pelo estaba en desorden y su cara guardaba muchos interrogantes. Él, vestía un traje formal, pero olvidado. Caminaban mirando al piso, evitaban a la gente y en todo el recorrido nunca me miraron a los ojos. 

Pedímos gaseosa con un trozo de pizza y nos sentamos en el rincón junto al baño. Me bebí la gaseosa de un sorbo, como si fuera un trago fuerte. En medio del bullicio que rondaba el ambiente y de la incomodidad de la situación pedí el documento para firmarlo. No quise leerlo. Firmé, mordí la pizza y salí sin decir palabra. 

Aquella noche recorrí toda la ciudad. Caminé entre delincuentes, jíbaros, prostitutas, borrachos, indigentes y desquiciados. Nadie me miró.  Es como si toda la ciudad supiera que acababa de vender mi alma.  

lunes, 24 de marzo de 2014

Llamada de advertencia...

El teléfono no paraba de repicar. Inicialmente quise ignorarlo, pretendiendo que se hubieran equivocado de habitación. 

Posteriormente, quise suponer que buscaban a la señora que hizo la habitación, pues hacía solo unos minutos acababa de salir; justo cuando yo entraba de la maldita cita en el juzgado de aquella enorme ciudad. Rápidamente recordé que la señora tenía consigo un walkie talkie por el que se comunicaban con ella de la administración. 

Por quincuagésima vez volvió a sonar. Ante la insistencia, quise jugar a las analogías comparando el repicar constante con el llanto de un niño recién nacido que solo reclama atención. Tampoco funcionó. Yo sabía que no requerían de mi atención, que no reclamarían mi presencia; sino que exigirían mi ausencia. 

No paraba de repicar. ¿Sería el mismo sujeto que trató de hablarme antes irme a declarar? Podía hacer lo mismo: contestar y guardar silencio, para volver a escuchar esa voz incierta, que en una sola línea se confundía entre la amenaza y la súplica en tono imperativo: "¿Rodriguez, está ahi?, ¡Rodriguez!, ¡Tengo que hablar con usted, sobre lo que va a declarar!, ¡Rodríguez!"...  Fue lo único que escuché. Un corto silencio en la línea, y yo salí raudo hacia los juzgados del centro. ¿Sería el mismo?, yo ya había declarado y no veía razón para que volviera a llamar.  

No quería contestar. El teléfono guardó silencio un momento, como para coger impulso. Nuevamente empezó a sonar. Hacía una hora había dicho ante un juez lo que realmente yo había visto. Tenía la tranquilidad de todo aquel que dice la verdad. Empaqué el maletín y me dispuse a salir. El teléfono nunca paró de sonar. Lo tenía resuelto, era cuestión de contestar y no hablar. "¡Rodríguez, escúche atentamente: no salga del hotel que lo van a matar, repito: no sala del hotel!". Salí raudo. Mi vuelo salía en 40 minutos y antes debía atender una ineludible cita con la muerte. "¿Rodríguez, escuchó, escuchó?", repetía la voz incierta en un teléfono distante cuando en la puerta del hotel recibí los primeros impactos. "¡Rodríguez, Rodríguez!"... 


sábado, 15 de marzo de 2014

En el estante

Si yo fuera de las personas que le hacen caso a las corazonadas, me habría ido para mi casa aquel 18 de enero sin cruzar la puerta para entrar al almacén. Sentía algo extraño en el ambiente, pero no adivinaba a saber qué: tal vez el nubarrrón negro que se asomaba en el Alto de los Pérez, las dos señoras que conversaban en la entrada, el vigilante exterior que caminaba como si fuera presa de un sonambulismo casual o el carro verde parqueado a 25 metros de la entrada. Todo era tan cotidiano que me sentí extraño. Pese al presentimiento, entré. 

Los buenos tiempos del almacén el Tambor habían terminado el día de mi última visita 28 años atrás. El ambiente era húmedo, lo único que se había renovado era una caja registradora, el aire tenía un olor a tiempo acumulado y las estanterías estaban casi vacías. La cajera era la misma y el administrador también. De no ser por las arrugas marcadas en sus rostros afirmaría sin duda que el tiempo en aquel almacén estaba detenido hace muchos años.

Una empleada delgada, canosa, encorvada y lenta se me acercó sin mirarme. Arrastraba sus palabras al ritmo parsimonioso de sus pies . "¿Olvidó algo,señor Cardona?", me dijo. "No creo", le respondí. "¡Tal vez fue el el tiempo el que se olvidó de mí!". Desde entonces, sigo atrapado en el estante.  

domingo, 9 de marzo de 2014

Ascensor

Pensé en devolverme, en pedir disculpas, retirar lo dicho y decirle que había sido un error mío escribir aquella carta. No lo hice. Sabía que en cuestión de segundos el ascensor se abriría y yo escaparía de aquella vieja oficina y de aquella rutina absurda en la que había perdido 16 años de mi vida. Las luces mostraban los números descendentes que se iluminaban y se apagan de forma consecutiva: 15, 14, 13... Una vez dejara "el maldito piso 6", como lo habíamos denominado, rompería por fin con esa particular marca del sistema esclavista que se conserva en los sistemas de producción postmodernos y que llamamos "jefe". Mantuve la vista en el panel luminoso. Cuando la luz marcó el número 7, avancé hacia adelante la pierna derecha, al mejor estilo del atleta que escucha concentrado la orden de "listos". 

Cuando la puerta se abrió, entré apresurado y con la vista en el techo. Con la misma incomodidad de todos los allí empaquetados, evitando mirar a los eventuales compañeros de aquel estrecho y eterno viaje. Adentro, un nuevo panel luminoso siguió la cuenta regresiva,: 4,3,2... Y luego unos números negativos. Llegué hasta sótano 7, el último, el más hondo. Era el final. Cuando se abrió la puerta, entendí que había caído demasiado bajo. 

domingo, 2 de marzo de 2014

Humo y madrugada

Cualquiera sabe que cuando tocan la puerta de la casa a las 3:00 de la mañana, nada bueno puede esperar. 30 años atrás, cabía la posibilidad de que fuera una broma de algún amigo del barrio, o algún borracho equivocado de casa por los efectos del alcohol. Esta vez, no había error. El miedo anidó de inmediato en el cuerpo de Mauricio. Los golpes a la puerta despertaron el vecindario entero y se transformaron en empujones para tumbarla. Sabía que venían por él. Había pasado tres días allí encerrado, drogado, alejado de todos, purgando en silencio una culpa que no era suya. La puerta cayó y se oyeron pasos hacia la habitación. Mauricio aspiró el último humo de su vida, exhaló lentamente, y su miedo salió volando en compañía de su alma. 


lunes, 6 de enero de 2014

Salto al vacío

Cada que se asomaba por la ventana veía el pasillo de la entrada a los parqueaderos del edificio. El flujo era poco, pero mirar cada carro que salía o entraba era la acción que le permitía mantenerse despierto para tomar las decisiones correctas. La imagen de aquel pasillo era suficiente. Cuatro noches se mantuvo callado, en la misma posición, ante la misma ventana. En cada vehículo que salía fue montando mentalmente los proyectos que tenía pendientes.  En cada carro que entraba, encaramaba las razones para explicar lo que haría. La quinta noche, cuando entró un razón de peso, se lanzó al vacío desde aquella ventana. 

miércoles, 1 de enero de 2014

Noche de ciudad

Pocas veces en su vida había escuchado en las calles de su ciudad un rumor silencioso como el de los amaneceres en el campo. Aquella era una noche diferente. Su ventana le servía de balcón para mirar las sobras que eventualmente cruzaban raudas buscando refugio lejos de las luces del alumbrado público. Por un minuto solo se escuchó el viento. De un momento a otro, comenzaron a mezclarse el ruido de las hojas secas al ser pisadas por las sombras que corrían, las sirenas de la policía que amenazaban con irrumpir en el cuadro de silencios y los sones lejanos de alguna celebración extraña de jóvenes de un barrio vecino. A la vuelta de la esquina reposaban un cadáver y una ciudad que ardía en otro silencio sin fin. 

martes, 24 de diciembre de 2013

llamada de navidad

Era la novena llamada de su madre para desearle una feliz navidad. En siete de ellas, le había dejado un mensaje en el contestador, casi con las mismas palabras, como si siguiera un libreto rígido. El estilo de trabajadora de call center no lo había perdido pese a la distancia, a los cinco años de estadía en el exterior, a  su nueva vida de dama londinense, a los siete años que habían pasado desde que trabajó en su país en una línea telefónica de cobranzas bancarias y a que esta vez de trataba de un asunto familiar.  

Eran las seis de la tarde y Cesar seguía tirado en su cama, borracho, desnudo y con el corazón frío y deshabitado. Nada, ni las llamadas de su madre, ni la llegada de la noche, ni la música de navidad que se escuchaba más allá de los muros de su casa, ni las luces que empezaban a encenderse en el parque que queda justo al frente de su ventana, ni la nostalgia por los amores perdidos lo hacían reaccionar. Solo estiraba su mano para darle click al mismo botón de play que le dejaba escuchar los mensajes grabados. "Hola Cesar, soy mamá. Sé que no quieres contestarme, sé que no quieres saber de mi. Sé que la razón te asiste. Después de tanto tiempo, solo quería desearte una feliz navidad. Solo eso". 

"¡Solo eso!", exclamó Cesar después de escuchar el mensaje por vigésima ocasión. Se puso en pie, miró por la ventana, destapó otra botella, se tomó un trago e hizo cuentas: en Londres deberían ser las 2 de la mañana y seguramente estaría nevando. Tomó el teléfono e hizo la llamada que en las últimas cinco navidades había querido hacer.   

martes, 17 de diciembre de 2013

Pendiendo de un hilo

El péndulo se movía en todas las direcciones. Yo sabía que en una de ellas se trazaba mi destino. Mientras la pitonisa advertía que había perdido mi atención en sus palabras, yo esculcaba en mi memoria los vagos recuerdos de la novela de Eco que nunca terminé de leer y evocaba las clases de Física 2 de mis épocas de estudiante de ingeniería. El péndulo oscilaba al mismo tiempo, a la misma velocidad y en las mismas direcciones que las imágenes mentales que llegaban en mi ayuda. Pasaron varias horas y mi mente paseó por muchos escenarios. La mujer aquella siguió hablando pero su voz se perdió en un tercer plano en el que se hizo imperceptible. Solo un grito lanzado con rabia angustiosa me sacó de aquella estado de inercia: "¿acaso no se da cuenta que el péndulo paro hace varios días y que su vida solo pende de un hilo?".   

martes, 10 de diciembre de 2013

Cambio de estación

El viernes había sido un día de absoluto silencio. Llovió e hizo mucho frío. Para muchos, fue el cierre de una temporada invernal más; para Juan fue un extraño día de nostalgias y sollozos; uno de aquellos días de soledades necesarias y turbios recuerdos. Vio caer la tarde desde el patio, acostado en él y recibiendo en su cara cada gotera como si fuera una cachetada del pasado. En la noche, vagó por los callejones del barrio viejo cercano a su casa, compró una botella de vino casero y se embriagó hasta perder la noción del tiempo. Cuando despertó, ya había entrado un fuerte verano. 

domingo, 8 de diciembre de 2013

Paseo en la noche

Su único vicio era recorrer la ciudad en las noches. Con el paso de los años había creado una extraña dependencia a las vacías avenidas, a las soledades de su metrópoli y a esos confusos silencios que en cualquier esquina explotaban en una alborada de ruidos. 

En sus paseos semanales se combinaban fácilmente la música de las discotecas con las sirenas de las patrullas, los pitos de los carros, los gritos de los agredidos, las voces de los taxistas y los susurro de las vendedoras de sexo. 

En aquellos habituales paseos veía la ciudad nocturna llena de conductores borrachos, la miseria del desterrado en su máxima expresión y todos los vicios del mundo potenciados por la tiniebla y el frío del amanecer.  

Cada vez sus recorridos se hicieron más frecuentes y necesarios, hasta el día que su madre, angustiada por su deterioro, lo internó en la la clínica del sueño. Seis meses después le habían curado aquel sonambulismo severo.   

sábado, 23 de noviembre de 2013

Nublado

Despertó en el avión y descubrió desde el aire un país extraño, en el que solo había nubes. Blancas, gruesas y mecidas por el viento. Miró el reloj y descubrió que se había detenido a las 3:43 de la mañana. El vuelo había despegado en la capital a las 10:30 de la noche y por el rayo de luz que golpeaba su ventana calculó que eran más de las 11 de la mañana. Fijó su mirada en los cristales de nieve que empezaban a aparecer. En cuestión de segundos se vio totalmente rodeado de un blanco frío. ¿Dónde estaba?, ¿sobre qué país viajaba?, ¿qué habría más allá del horizonte?, ¿por qué sentía la pesadumbre propia de las madrugadas en vela?. Las preguntas lo aterrorizaron. Se sintió en un cielo perdido. Cerró los ojos para despertar. Eran las 3:44 de la madrugada cuando miró por la ventana y solo vio nubarrones.