Era la novena llamada de su madre para desearle una feliz navidad. En siete de ellas, le había dejado un mensaje en el contestador, casi con las mismas palabras, como si siguiera un libreto rígido. El estilo de trabajadora de call center no lo había perdido pese a la distancia, a los cinco años de estadía en el exterior, a su nueva vida de dama londinense, a los siete años que habían pasado desde que trabajó en su país en una línea telefónica de cobranzas bancarias y a que esta vez de trataba de un asunto familiar.
Eran las seis de la tarde y Cesar seguía tirado en su cama, borracho, desnudo y con el corazón frío y deshabitado. Nada, ni las llamadas de su madre, ni la llegada de la noche, ni la música de navidad que se escuchaba más allá de los muros de su casa, ni las luces que empezaban a encenderse en el parque que queda justo al frente de su ventana, ni la nostalgia por los amores perdidos lo hacían reaccionar. Solo estiraba su mano para darle click al mismo botón de play que le dejaba escuchar los mensajes grabados. "Hola Cesar, soy mamá. Sé que no quieres contestarme, sé que no quieres saber de mi. Sé que la razón te asiste. Después de tanto tiempo, solo quería desearte una feliz navidad. Solo eso".
"¡Solo eso!", exclamó Cesar después de escuchar el mensaje por vigésima ocasión. Se puso en pie, miró por la ventana, destapó otra botella, se tomó un trago e hizo cuentas: en Londres deberían ser las 2 de la mañana y seguramente estaría nevando. Tomó el teléfono e hizo la llamada que en las últimas cinco navidades había querido hacer.