jueves, 26 de septiembre de 2024

El final de la carta

Danny se sentó frente al escritorio de la habitación del hotel. Tomó la carta que había empezado para Helena. Releyó lo que ya había redactado y sintió que solo le faltaba un párrafo concluyente. Tomó el bolígrafo, una hoja en blanco y trató de terminar así: 

“Nunca imaginé que el amor doliera de esta forma…”, comenzó.

Repasó la frase mentalmente, le pareció un lugar común y la tachó.

"Es cierto que el amor es un salto al vacío...", volvió a iniciar. Cuando iba a tachar esta idea, tuvo que interrumpir para atender el celular. Era Luisa. Habían quedado de verse hacía dos días, pero él le había vuelto a quedar mal. Esta vez, se había inventado como excusa una cita urgente con un editor nuevo para cancelarle a ella con un frío mensaje de WhatsApp unos minutos antes de la hora del encuentro.

- "¡Aló, Luisa!", contestó. Y se dirigió al balcón. 
- "Hola"
- "Debes estar furiosa y lo entiendo, pero como te dije la última vez que nos vimos en Cartagena, los escritores somos así, nos desaparecemos para buscar las historias".
- "Pues solo llamé a decirte que tú y tus historias ya no me importan. Solo era eso". 

 Luisa colgó y Danny sintió más alegría que pena. Desde el balcón del piso 9 miró la ciudad que se extendía hacia abajo y volvió al escritorio para tratar de retomar. 

 "Es cierto que el amor es un salto al vacío y el nuestro lo fue en su momento. Ambos disfrutamos la adrenalina, el vértigo y la emoción de algo tan intenso que parecía eterno; pero que después de estos 12 años no fue así. Cada historia de amor es única y la nuestra lo fue, pero no logramos perpetuarla. Gracias por todo y por tanto. Un beso. Danny".

 Repasó lentamente. Algo no encajaba en el texto, pero en ese momento no sabía qué. Esta vez lo interrumpió el teléfono de la habitación.

 -"¿Aló?"

- "Don Daniel, de acá de la recepción. Vino a buscarlo la señora Helena. Dice que usted la está esperando". 

- "Claro, claro", respondió extrañado y con sorpresa. "Dígale que por favor suba". 

- "Con gusto, don Daniel".

 Dejó el medio párrafo sobre el escritorio y corrió a mojarse la cara. Entró al baño, se miró al espejo y descubrió que estaba sudando. Se arregló el cuello de la camisa y se echó un toque de loción. Cuando sintió el taconeo de Helena en el pasillo abrió la puerta de la habitación. La miró acercarse y la leyó entre furiosa y decidida, aunque ella llegó como si nada hubiese pasado. 

 Notó que Helena venía vestida con una falta corta, poco habitual en ella, y una camiseta blanca ceñida, de las que usaba siempre. Tuvo la tentación de saludarla, de abrazarla o darle un beso pasional, pero le pareció que todo esto ya carecía de interés. Solo atinó a invitarla a seguir. 

 - "Solo espero que no tengas a una de esas amigas tuyas escondidas en el baño o en el closet de esta habitación,", dijo ella con tono irónico.

- "El problema no soy yo ,Helena. Son tus fantasmas; siempre lo fueron. Cuando no aparecen tú los andas buscando".

- "Pues mis fantasmas nunca me han traicionado. Y te soy sincera, prefiero estar con ellos que con un monstruo al que desconozco después de haberlo amado tantos años", afirmó Helena.

- "¿A eso viniste?, ¿a continuar con lo mismo?, ¿no crees que ya fue demasiado?", replicó Danny.

 Helena guardó silencio. Repasó visualmente la habitación y caminó lentamente hasta el escritorio. Le llamó la atención la hoja con el medio párrafo manuscrito y lo leyó en voz baja.  

 - "¡Un salto al vacío!"... vea usted. En el que uno al final se da duro contra el suelo. Déjame decirte que es una metáfora floja y muy lugar común, yo cambiaría esa frase. ¿Es algo para tu nueva novela?"

- "Por supuesto", dijo Danny. Es la parte final de una especie de carta con la que se cierra la novela, o con la que se abre, aún no lo sé. 

- "Patético", calificó ella. 

- "¿Por qué en vez de criticar no propones algo menos pa-té-ti-co y menos lu-gar co-mún?"

- "Yo empezaría el párrafo con una frase más original” sentenció ella mientras se dirigía a la puerta de la habitación. Con algo como: "Nunca imaginé que el amor doliera de esta forma...".

 Abrió la puerta y agregó: “Y le pondría al principio una especie de destinataria directa, algo como: mi muy amada Luisa". 

 Helena sacó de su cartera un sobre, lo tiró al piso de la habitación y mientras se dirigía al ascensor, gritó:

 - "Y relájate Danny. Entre escritores nos entendemos, pero mientras buscas tus historias ten cuidado con dejar salir tus personajes". 


viernes, 14 de junio de 2024

Los silencios de Jero

 Al llegar al aeropuerto El Dorado, los recibió un hombre joven, alto, recién afeitado, con un letrero de papel en la mano que decía "Lina y Jero". Afuera caía la misma llovizna de todos los días en Bogotá a las 5:36 de la tarde.  

"Bienvenidos a la capital. Me llamo Willy. El doctor Felipe Zuluaga me pidió que viniera a recogerlos y que los llevara al hotel. Él mismo les reservó en el Dann. Van a estar muy cómodos allí".  

"Gracias", dijo a secas Lina, sin mirarlo a la cara, mientras repasaba los mensajes de su WhatsApp. 

"Ok", adviritó Jero, mientras buscaba unos chiclets en su morral.  

"Permítame les recibo las maletas", dijo William, extrañado por la parquedad de ambos. El elegante traje oscuro con corbata del coductor cargando las maletas contrastaba con los jeanes viejos, los tenis sucios y los buzos con letreros en inglés de la pareja. Después de ocho años viviendo juntos, lo único nuevo y limpio que tenían eran sus dispositivos móviles.      

10 minutos después, viajaban en una camioneta Toyota Tundra  por la calle 26. El recorrido hasta el hotel fue un largo silencio. Willy intentó hacer comentarios cortos sobre el tráfico pesado y el clima, pero al mirarlos por el retrovisor solo vio dos caras adustas e inexpresivas con la vista clavada cada una en su teléfono celular. Con desazón,  le puso volumen al radio en un emisora donde analizaban las noticas y se dedicó a cumplir con su tarea.

Cuando tomaron la autopista hacia el Norte, Lina miró por la ventana y pensó: "esta es la ciudad que gobierna el país. Aquí es donde reside el gran poder. Lo bueno es que yo voy a tener una buena parte de él". 

"¿Cuándo veremos a Felipe?", preguntó Lina, cuando ya estaban cerca al hotel.

"El d-o-c-t-o-r Zuluaga los verá en la mañana", respodió brevemente William. Zuluaga era el secretario de despacho estrella en la administración del Distrito y un firme candidato por su partido para la futura alcaldía. Había trabajado en el sector privado varios años como gerente exitoso de empresas petroleras, pero desde que pasó al sector público su ambición desmedida había encajado a la perfección con las jugadas de la política.       

"Para mí, será un g-u-s-t-o conocerlo en persona", murmuró Jero con tono irónico.

El Dann de la 93 es un hotel grande, con piscina cubierta, centro fitness, un buen restaurante, decoración clásica, zona de estar amplia y habiraciones cómodas. El botones subió el equipaje y se marchó sin propina alguna. Jero se recostó en la cama furioso. Estaba incómodo desde hacía 15 días cuando Lina le llegó con la noticia de que su amigo Felipe, el político bogotano, les mandaría los tiquetes para que fueran a saludarlo a la capital. Había guardado silencio y distancia. Cuando Lina empezó a desempacar, sonó el teléfono de la habitación. Jero saltó y se apresuró a contestar. 

"Sí, aló".

"Estoy abajo y quiero verte solo cinco minutos".  Jero reconoció de inmediato la voz de Diana y no supo cómo actuar. 

"No me preguntes cómo hice para ubicarte ni por qué estoy en Bogotá", continuó afirmando la interlocutora mientras Jero incómodo, vacilaba qué cara poner. 

"Estaré en el café que queda al lado del hotel, sobre la 93, hasta que lo cierren. Y no pienso irme sin hablar contigo; así sea la última", sentenció Diana. 

Jero hizo un intento por disimular su sorpresa y para ello, respondió de inmediato. 

- "Entiendo. No hay lío. Bajo en dos minutos y firmo. Gracias". Mientras colgaba el teléfono y miraba por la ventana para evitar la mirada de Lna, se apresuró a explicarle. 

- "Voy y vuelvo. Se nos olvidó firmar algo en la recepción. Aprovecho y me pido un café de cuenta de muestro a-m-i-g-o, Felipe". Sin esperar respuesta, salió raudo hacia el ascensor. 

Lina lo conocía demasiado. Sabía que no le gustaba dejar nada pendiente. A ella tampoco; en eso eran iguales. Los que sí los diferenciaba era el gusto de él por el café. Verificó que el ascensor hubiera llegado al primer piso y de inmediato cogió el celular que había puesto a cargar y marcó el número de Felipe.  

"Todo salió a la perfección. Te cuento que no dudó en bajar de inmediato. Mándame unas buenas fotos de esos dos, dale las gracias a Diana de mi parte y sube esta noche cuando lo veas salir a él con su maleta. No tardaré muchó en hacer mi parte. Te amo, mi Pipe".    

viernes, 5 de abril de 2024

Santa Bárbara bendita

Como solía hacerlo cuando su estado de ánimo decaía, aquella tarde de viernes Ángel tomó su vehículo y partió sin un destino determinado. Por la autopista Sur llegó hasta la variante de Caldas, siguió hacia el Alto de Minas y cuando bajaba hacia La Pintada decidió entrar a Santa Bárbara. Dejó el carro junto a la iglesia y se dedicó a recorrer los rincones del pueblo en busca de las mejores panorámicas. En los pueblos, pensó mientras miraba hacia el cañón del Río Cauca, uno deja de ser uno mismo, se convierte en un desconocido y eso le da cierta libertad para no ser responsable de todas sus acciones. 

Habló con algunos lugareños, tomó varias fotos, compró unos dulces y se dirigió por la carrera Bolívar hasta "La Sala del Zar", un pequeño bar en el que comenzó todo, como la mayoría de las historias oscuras de aquel pintoresco pueblo. 

Ya se había tomado tres aguardientes cuando vio entrar por la puerta a Zain Romero, un colega escritor con el que casualmente había compartido panel cuatro veces en los festivales literarios de Jericó. Con la ayuda del licor habían alegrado varios encuentros, que transformaron rápidamente de tertulia a fiesta y de fiesta a bacanal. Zain estaba de paso en el pueblo, rumbo a La Pintada, a pasar el fin de semana con Dayra, su amante, que lo esperaba en una finca. Tres aguardientes después, Zain lo había convencido de que fuera con él. 

Ángel dejó su carro en el pueblo y se montó en el de su amigo, que serpenteó raudo por la carretera mientras bajó por la cordillera. El viaje se le hizo eterno. Cuando pasaron por Farallones, ya se habían consumido casi una botella y Zain le había contado todos los detalles de su trágica vida sentimental con su esposa y de sus aventuras con su amante. A Ángel la cabeza le daba vueltas, producto de la combinación de licor, historias y carretera. En una de tantas curvas, prefirió dejarse vencer por el sueño y por la borrachera, mientras Zain seguía conduciendo como un loco y contándole sus historias. 

Lo despertaron los cantos de los pájaros y las caricias de Dayra. Ángel no se hallaba. Miró a su alrededor para ubicarse: estaba en un segundo piso, desnudo, todavía borracho, en una cama matrimonial, en una habitación con balcón, con una mesita en la que estaban sus dos novelas preferidas, una jarra de agua, zanahoria picada y una botella de aguardiente. Había luz de día y a su lado, también desnuda y borracha, y excesivamente cariñosa, estaba la amante de su amigo Zain. 

Se levantó desconcertado. Como pudo, se envolvió en una toalla, abrió la ventana y miró hacia abajo buscando alguna referencia. Había una piscina gigante y a su lado un letrero en un retablo gigante que decía "Hotel Santa Bárbara Bendita". En el agua estaba Zain, abrazado tiernamente con su esposa y acompañado de sus dos hijas. Desde allí su amigo lo saludó efusivo con una frase que Ángel utilizaría después para titular uno de sus cuentos: "¿Cómo están el ángel y la santa?".  

miércoles, 20 de marzo de 2024

La próxima estación

Habían pasado 23 años desde que Marcelo emigró a Portugal huyendo de todo: de una ciudad que le quedaba pequeña, de la violencia en las calles del barrio, de la falta de oportunidades laborales, de una familia destruída y principalmente de Carolina, la mujer con la que creyó que lo había vivido todo. 

Estaba de paso fugaz por Colombia. Debía cerrar dos negocios en Bogotá como subgerente de la empresa de telecomunicaciones en la que lleva ya doce años trabajando. Llegó en la noche, y en una sola jornada bien trabajada dejó todo listo. Tenía tiquete de regreso a Lisboa para el día siguiente al inicio de la noche. Nunca supo cuál fue la razón real, pero aprovechó para volarse a Medellín. madrugó en el vuelo del sábado a las 7:00 a.m. y compró tiquete de regreso para las 4:00 de la tarde. Así le daría la escala sin problemas. 

La tarde sabatina en su natal Medellín estaba lluviosa. Era la 1:38 p.m. cuando tomó el Metro en la estación de La Estrella, municipio en el visitó a su Tía Rosalba en el hogar gerontológico, para saludarla y despedirse para siempre de la única persona a la que le guardaba algún cariño en esta ciudad. Su destino era bajarse en la estación Exposiciones y tomar un vehículo hacia el aeropuerto, con la idea de no volver nunca más. 

Aprovechó la poca cantidad de pasajeros para pasearse por varios vagones, como lo hacía en sus años de universitario. En el vagón que abordó iban una pareja dedicada a los besos, cuatro jóvenes con uniforme color naranja, integrantes de algún equipo de microfútbol y un adulto con uniforme de las Empresas Públicas de la Ciudad. Pasó al vagón siguiente y vio en él a un anciano de sombrero, a una adolescente con pinta de metalera y a una familia completa, con los dos padres y tres niños en escalera, de unos 5, 7 y 9 años. Cuando llegó al tercer vagón ya habían pasado 4 estaciones. 

Repasó visualmente. En el rincón, sentado frente a Marcelo, estaba un hombre, que lo miró con inquietud, vestido con unas botas y un buzo verde ceñido al cuerpo. Al fondo del vagón, se veía una anciana con un bastón en la mano y a su lado una niña de unos 11 años y dos mujeres cuarentonas, que incluso sentadas, tomaban por el brazo a la abuela. El hombre de las botas se bajó en la estación Poblado. 

Cuando Marcelo llegó al cuarto vagón sintió un aire extraño. En el ambiente había un olor que no identificaba pero que le resultaba evocador.  Siguió con su ejercicio. Al lado izquierdo, sentados, iban dos cuarentones discutiendo por un tema de fútbol. Al frente de ellos, viajaban tres mujeres con falda larga, el cabello suelto y cada una con una biblia en la mano. Junto a la puerta de la izquierda, iba recostado un albañil con un maletín de cuero a sus pies en los que se asomaban algunas de las herramientas de su oficio. Marcelo se fijó en la almadana y el cincel que se asomaban por el deteriorado cierre y de inmediato clavó con sorpresa la mirada en una mujer que estaba parada junto a la puerta de la derecha, la más lejana al lugar donde él estaba, esperando la próxima estación. La vio desde un costado y sintió un remesón.       

Una mujer de esa estatura, con un porte elegante, de cabello rubio, de pómulos altos, con un rostro alargado como su cuerpo, con ojos brillantes, ensimismada en la música que escuchaba en sus audífonos grandes, con unos senos prominentes y un pequeño lunar en el antebrazo cerca al codo no podía ser otra que Carolina. Repasó su figura. Después de un instante de duda, se puso a mirarla fijamente. Recordó que su Carolina siempre usaba el reloj en la mano derecha. El lunar, el reloj y su cara delgada fueron las pistas determinantes. 

Marcelo se quedó inmóvil unos segundos. Pasaron 23 segundos. Mientras decidía si gritarle o cruzar el vagón para hablar con ella, el tren llegó a la estación Industriales. Carolina bajó del vagón caminando con prisa, como si esta vez fuera ella la quería huir de todo. Marcelo caminó hacia la salida, pero la puerta se cerró frente a él.  Mientras siguió con la vista a Carolina, que subía las escalas, escuchó por el parlante: "próxima estación: Exposiciones". 

jueves, 14 de marzo de 2024

Lectura entre líneas

En la sala de la cabaña, la chimenea estaba encendida desde las 5:00 de la tarde. El frío era tan fuerte que no quisieron seguir caminando la ciudad en invierno, como se lo habían propuesta cuando programaron el viaje. Converesaron frente al fuego hasta que a ella se le empezaron a cerrar los ojos. 

Se la habían pasado hablando de "autores universales", una categoría imprecisa que les permitía debates eternos. Carla insistía en que Kafka tenía que estar encabezando esa lista y Martín no paraba de discutirle que nunca habría argumentos para ponerlo al lado de Hesse, de Poe, de Dickens o incluso de Hemingway. Ella insistió con el argumento de que el alemán fue pionero en la mezcla del realismo con la ficción y Martín le alegó que un escritor tan perfeccionista y obsesivo se vuelve muchas veces inentendible para muchos tipos de público. Se pasaron horas discutiéndolo hasta que el tema estuvo agotado sin llegar a ninguna conclusión. 

Hablaron de autores, de textos y de géneros. Casi a la media noche,  mientras la nevada arreciaba afuera, a Martín se le ocurrió plantear el tema del invierno en la literatura. Carla ya había recostado en el mueble, pero escuchó atentamente el resumen copioso que él hizo de "la tormenta de nieve" de Tolstoi, después de algunos apuntes que ella aportó sobre "Orlando", de Virginia Woolf. 

Aunque la madera encendida en la chimenea iluminaba con una luz tenue toda la sala y le daba un ambiente romántico a la escena, contrario a sus otros viajes por el mundo esta vez la intelectualidad había superado la sexualidad que ambos se despertaban. Martín pensó sin decirlo que el invierno no solo se había apoderado de la conversación sino de sus cuerpos. 

Ella tuvo la mente clara hasta que la empezó a atacar el sueño y él firme intención de seguir conversando hasta que se le atravesó la idea de que el fuego entre ambos había desaparecido. Un silencio largo se apoderó de la sala.

- "Ya te estás durmiendo", dijo él. "Discúlpame por extender la conversación. La verdad, me genera un placer intelectual hablar de libros. Duerme tranquila, que ya es tarde".  La tomó en sus brazo, la llevó a la habitación y la acostó en la cama entre edredones, cobijas y almohadas. Regresó a la sala y agregó en voz baja: "tarde no; es demasiado tarde... para los dos". Esa fue su lectura. 

lunes, 11 de marzo de 2024

Amor inteligente y amor desconocido

- ¿Te sirvo otro vino?, preguntó Antonella. 

Por enésima vez, no hubo respuesta. Esa noche celebraban el viaje a Europa al que lo enviaría la empresa a él para una capacitación técnica en la casa matriz de la compañía en Luxemburgo. Después de un silencio breve, Alexander continuó con la historia que le estaba contando antes de que ella se levantara a buscar la botella. 

"A Luis XIII le decían El Justo. Imagínate que fue al mismo tiempo Rey de Francia y de Navarra. Fue uno de los seis hijos de Enrique IV de Francia con María de Médici. Los otros hijos de su padre los tuvo por fuera del matrimonio y por eso los tildaban de hijos bastardos..."

Pasaron la noche en el apartamento de él. Antonella sirvió el tercer vino. Volvió a recostarse en su pecho y lo siguió oyendo con atención. Ella es de esas mujeres a las que les gusta más escuchar que ser escuchadas. Disfrutaba de los conocimientos profundos, dispersos, variados y muchas veces inservibles de su novio.  

- ¿Cómo sabes todo eso?, preguntó ella, aprovechando una pausa en el relato de Alexander. 

La habitación solo tenía encendida la luz de la pequeña lámpara del nochero. Él seguía inmerso en su relato y nuevamente obviaba e ignoraba las pequeñas interrupciones. Para Antonella, daba lo mismo que le contestara o no. Amaba tanto sus historias como sus silencios. 

"Como su padre fue asesinado cuando él tenía nueve años de edad y era demasiado joven para poder reinar, su madre asumió la regencia en nombre de su hijo. Estando en el poder, pactó la paz con España y para hacerlo casó primero a su hija Isabel de Borbón con el infante Felipe, y después a su hijo Luis XIII con la infanta Ana de Habsburgo, que también era hija del rey Felipe III". 

Antonella se perdía en las historias. La enganchaban un rato, pero lo extenso de los relatos y los efectos del vino la hacían perder el hilo. A las 3:30 de la mañana sirvió su sexto vino, el último al que le llevó la cuenta. 

- Esa reina me cae bien, alcanzó a murmurar Antonella mientras desocupaba rápidamente la copa.   

"Imagínate que las decisiones de la reina la metieron en muchos líos. El problema mayor es que no tenía buenas relaciones con su hijo, que era el heredero legítimo de la corona. Cómo sería, que Luis XIII organizó en 1617 un golpe de Estado y exilió a su madre".

A Antonella le atraía su perfeccionismo tanto como su egocentrismo, pero le aburría la monotonía. Admiraba muchísimo el rigor que Alex tenía con los datos y la precisión que manejaba en los detalles con los que armaba sus historias, pero los monólogos que asumía por horas le daban sueño y le causaban tedio. 

- ¿Dejamos para mañana el resto de la historia?, preguntó Antonella con voz gangosa y arrastrada. 

"Lo mejor es que la reina se escapó de la prisión y se sublevó contra su hijo. Así fue como se armó la llamada guerra de la madre y del hijo, que tuvo que ser solucionada por el cardenal Richelieu, con el tratado de Angulema. La mamá no quedó satisfecha y volvió a levantarse en armas contra su hijo. Esa fue la segunda guerra de la madre y el hijo. Para evitar más complots, el rey aceptó entonces el retorno de su madre a la corte".

En la Universidad, Alexander había sido monitor en varios grupos de investigación, había sido lector para ciegos en la biblioteca y se había graduado con honores con un promedio de 4,8 en la carrera. Antonella siempre estuve cerca de él, pero la relación de pareja solo se concretó unos años después, cuando él terminó el doctorado.  

"Para no alargarte más la historia, María de Médici volvió a París y se dedicó el resto de si vida al mecenazgo de artistas y a la construcción de su Palacio de Luxemburgo", continuó Alexander. Y agregó: "Pero ojo, no hay que confundirse, el Palacio no está en Luxemburgo, a donde es mi viaje, sino en París".

La luz del amanecer entró por la ventana. Antonella dormía plácidamente hacía dos horas con la seguridad de que su amor por Alexander y por su inteligencia era el más puro. 

Cuando terminaba de contar la historia, Alexander se percató de que ella estaba dormida, recostada sobre su pecho. La miró con intriga, pensó y caviló un momento, se reconoció a sí mismo que realmente la amaba por lo que no sabía de ella. Se levantó, se sirvió un vino y se sorprendió de saber que estaba profundamente enamorado de una desconocida. 

sábado, 3 de febrero de 2024

La presencia de Daniela

Mateo atravesó caminando el llamado "barrio de los obreros" y bajó por un largo callejón. Al final del mismo estaba el portón verde y pesado de "El viejo bar". Buscaba un refugio para estar lejos todo, en especial de Daniela, quien fuera la mujer de su vida, pero también la causante de su gran dolor. El bar era un antro de licor y música pesada. Abrió el gigante portón y entró a ese sitio oscuro, escondido, habitado por el humo y perdido en la ciudad. Cruzó entre las mesas buscando el rincón. Escuchó las voces y reparó los rostros de los asistentes. Había grupos de amigos que hablaban fuerte y reían a carcajadas, una que otra pareja que se hablaban suave y se besaban, y algunos solitarios ensimismados que tarareaban la canción que sonaba en el bar. Cada uno estaba en lo suyo, hasta Mateo, que solo quería beber y olvidar.   

Se dirigió al rincón. Cuando llegó a la última mesa se sorprendió al ver allí a Daniela, sentada, con una botella de aguardiente destapada de la que ya se había consumido algunos tragos. No supo qué hacer. Permaneció estático, en silencio, mientras ella le sonrió coquetamente y le habló. 

"He llegado antes que tú. Sabes que te conozco demasiado bien. Sí te vas al fin del mundo sabría dónde encontrarte. Y también conozco mejor que tú el camino a este bar. Hasta me sé un atajo" le dijo, mientras levantaba la copa y brindaba en el aire. Ante el silencio de Mateo, ella continuó: "Recuerda que no es de un caballero dejar una conversación en punta. Y menos irse enojado cuando todavía hay tragos en la botella". Mateo rechazó con un gesto de desprecio el trago que Daniela le ofreció. "Siempre habrá una explicación clara para cada cosa que hacemos. Siéntate por favor, bebe conmigo y terminemos de aclarar el tema que te tiene aquí", dijo ella.  

Mateo se quedó de pie, la miró fijamente, respiró profundo, dejó salir un suspiro de resignación, dio un paso y pensó sin decirlo: "Si me conocieras tn bien sabrías que no soy tan caballero". Se retiró caminando hacia atrás y atravesó rápidamente el bar para volver a salir por el portón. Cuando subió los 200 metros hasta lo alto del callejón, Daniela lo estaba esperando sentada en la acera, como lo hacía desde hace tres años cuando él la dejó en medio de una fuerte discusión. La botella de aguardiente que tenía en la mano ya estaba vacía.  

sábado, 27 de enero de 2024

Días que no terminan

A las 6:45 de la mañana, José Antonio aún no llegaba a su apartamento. Era viernes, pero el jueves aún no terminaba para él. Tenía en su cuerpo los efectos de varios aguardientes en los que se excedió y en su mente el vacío que aparece después de una intensa noche de placer. Era un bohemio desvelado. La ansiedad lo carcomía. Necesitaba algo más sin saber de qué. 

Maria Elena, en cambio, había preferido el reposo esquivo, a las 8:15 había llamado al trabajo para indiciar que llegaría más tarde aludiendo problemas familiares y permanecía en la cama combinando recuerdos agradables con sentimientos cuilpógenos. Se hizo la mejor amiga de José Antonio en la época de la Universidad y aunque siempre supo que lo amaba con locura prefirió el rol de celestina, que según ella le permitiría conocerlo mucho más. 

Las luces del amaneecer le habían encandilado un poco la vista a José Antonio y la botella de aguardiente que se terminó en el carro le nubló un poco las ideas. Tenía frío, pero no quiso ponerse la chaqueta. Estaba impregnado del olor de Maria Elena en la ropa y en la piel. La sensación de vaguedad se intensificó. Unas horas más tarde, con el pesado tráfico de la autopista, salió en silencio hacia la pequeña finca que tenía en San Rafael y de la que nunca le había hablado a nadie.  

Cuando Maria Elena se levantó eran las 11:47 de la mañana. La cabeza le daba vueltas, tenía mucha sed y la pantalla del celular le notificaba las 15 llamadas que no había respondido: 12 de la oficina, un prestigioso bufete de abogados en la ciudad; dos de Carlos, su esposo, en viaje de negocios en Santiago; y una de Karla, su compañera de trabajo y novia actual de José Antonio. No quiso responder ninguna. Tampoco contestó en el resto del día. Se la pasó en el balcón, tomando limonada, mirando la ciudad y esperando la única llamada que quería recibir. La incertidumbre le duró todo el fin de semana, hasta que el domingo en la noche vio uan publicación de Jose Antopnio en su cuenta de instagram. Era la foto de un atardecer en la que se veían varios árboles y una frase que rezaba: "el verdadero amor se ve en los detalles desapercibidos". Era domingo, pero el viernes no había terminado para ella. 


domingo, 8 de octubre de 2023

La musa

Sophie era una mujer de mediana edad y de un alto nivel económico. Estaba acostumbrada a salirse con la suya. Su nombre era poco común en el pequeño pueblo en el que había decidido irse a vivir. Alfredo quería hablar con ella hace varias semanas, pero se le había dificultado. El viaje hasta allá debía ser por tierra, él sufría fuertes dolores en las piernas como herencia del mal manejo de sus lesiones cuando fue deportista de alto rendimiento, y ella, antes de bloquearlo, le había escrito que no tenía nada de qué hablar con él. Alfredo, escritor de oficio, solo quería pedirle una explicación y dejarla en paz, por eso le había pedido a Jairo que lo llevara hasta la remota población.  

De Manizales salieron a las 4:00 de la mañana. Llegaron a la plaza principal cuando las campanas de la iglesia citaban para el rosario de las 3:00 de la tarde. Hacía un frío terrible. Alfredo estaba ansioso y Jairo hambriento. En el kiosko pidieron dos empanadas grandes y un par de cervezas. Sophie estaba sentada leyendo en una hamaca en el antejardín de su casa en una de las esquinas del parque y no se percató de la presencia de los dos hombres que fueron su vecino y su amante en la capital durante casi 10 años.

Jairo le ayudó a Alfredo a ponerse de pie y lo acompañó hasta la casa de Sophie, que no supo cómo reaccionar cuando los vio juntos. Jairo saludó con cierta frialdad, acomodó a Alfredo en la sala, les dijo que regresaba en un rato, cerró la puerta y se fue a conocer el pueblo. Alfredo saludó con firmeza y antes de que Sophie dijera algo le advirtió que solo había ido por una breve explicación. 

- "Solo dime qué pasó, y me voy a la ciudad a seguir escribiendo", le dijo. 

- "¿Te importa si me quito el abrigo y me pongo cómoda?", preguntó ella con su voz un poco quebrada. "Recuerda que todo escritor necesita una buena musa y tú mismo me contaste que hasta el diablo tuvo una", agregó mientras sonreía coquetamente. 

- "¿Acaso eso todavía tiene importancia para ti?", contrapreguntó él.

- "Ya no", contestó ella, sacudiendo la cabeza, "pero no sobra rememorar los buenos tiempos", añadió.

Alfredo se encogió de hombros, la miró con rabia y comentó como si no fuera para ella: 

- "El día que me dejaste tirado no perdí la inspiración. Eso habría arruinado la historia. Querías joderme la vida y de paso, la profesión. Sí, estuve en las puertas del infierno, pero eso me sirvió para afinar la última novela".

 Sophie levantó la mano, llamando la atención. 

- "Procura no sonar pomposo, Alfred", ronroneó. 

- Él la miró con dureza, pero ella hizo caso omiso. Se quitó el cinturón y se desabrochó los botones del abrigo. Después, con un movimiento rápido, dejó caer la prenda al suelo. No llevaba nada debajo. Ladeó el cuerpo provocativamente en dirección a él. Dio una vuelta completa para exhibirse y se sentó. 

- "¿Lo ves Alfred?, ¿te gusta mi figura?, ¡Soy la musa perfecta! Y no hace falta que respondas", dijo Sophie mientras soltaba una carcajada. 

Alfredo asimiló toda la imagen con una sola mirada. Repasó su cuerpo de arriba a abajo pero se detuvo en los ojos. Se quedó mirándola por un instante eterno. 

- "Conozco muy bien esa mirada. La he visto en muchos hombres. Es la mirada maravillosa del que ve un cuerpo que conoce bien y que siempre ha deseado. Me miras a la cara queriendo parecer un educado intelectual pero estás pensando como animal desatado. ¿Cierto?". Dijo ella mientras seguía su concierto de risas. 

- Alfredo guardó silencio. Se sentía acalorado. 

- Sophie se puso de pie. Dio otra vuelta para exhibirse de nuevo. Se agachó despacio para recoger la abrigo del suelo. Lo sacudió, lo sostuvo unos segundos y con un movimiento rápido metió los brazos y se lo abotonó. Se volvió a sentar en el sofá y esta vez fue ella la que miró fijamente a los ojos a Alfredo. 

Alfredo sintió que salía de un trance. Sacudió un poco la cabeza y quiso empezar a hablar, pero Sophie nuevamente levantó la mano y lo interrumpió.

- "Lo siento, Alfred, tu musa se volvió a aburrir. La explicación que pedías ya fue evidente",  dijo, y agregó: "tú solo miras y después nada. Cuando la musa aparece tienes que dejar que la inspiración fluya, no te puedes quedar de brazos cruzados. Ahora tendrás que irte a otro pueblo a buscar otra musa. Ya sabes, búscala en las tardes,  mientras el pueblo está en misa aparecemos más fácil". 

Alfredo la miró más desconcertado que cuando llegó. Quiso decir algo, pero ya Sophie no estaba en la sala. Escuchó un momento el taconeo de sus zapatos en las escaleras y el grito desde el segundo piso: "ábrele a Jairo, que debe estar esperándote en la puerta. Él sabe muy bien y mejor que tú que si no hay inspiración, el tiempo es breve". 

martes, 19 de septiembre de 2023

Clientela fija

 El calor era insoportable. Elkin caminó por la Avenida, bañado en sudor y con un poco de asfixia, tratando de no pensar más en Cecilia. El Bar de Willy estaba casi al final, después de los dos supermercados y la tienda de mascotas. Cuando llegó a la puerta vio que no había espacio en la media docena de mesas que se ubican en la calle. El Bar de Willy se había ampliado gracias a una disposición del alcalde, que peatonalizó varios sectores del populoso barrio.  

El interior del bar era estrecho, con poca iluminación, con las mesas apiñadas y una barra en la que solo cabían cuatro sillas. En las paredes había una mezcla de afiches de fútbol, fotos de cantantes de salsa, pósters de grupos de rock, un cuadro del Che Guevara y publicidad de algunos candidatos a la alcaldía. Era un local sin identidad, pero con clientela fija. Elkin iba sin falta cada ocho días, los jueves, casi siempre con un desencanto amoroso diferente. Esta vez, el de Cecilia, la mujer que conoció el jueves anterior, cuando salió borracho del bar.

El interior estaba en penumbra. Elkin parpadeó para que sus ojos se adaptaran al contraste de la luz. Las cuatro sillas de la barra estaban vacías. Se sentó en la del rincón y pidió lo de siempre, un ron doble con limón y mucho hielo. Recordó que tenía muy poco efectivo en el bolsillo y que la tarjeta de crédito estaba sin cupo desde el fin de semana intenso que vivió con Cecilia. Pidió un segundo ron doble y se lo tomó tan rápido como el primero. Se sintió mejor. Pagó la cuenta y salió rápido por la Avenida. 

Dos cuadras arriba del bar, en el mismo sitio de ocho días atrás, lo estaba esperando Cecilia. Tenía el mismo vestido verde, el mismo peinado y  la misma sonrisa inocente. Elkin trató de evitarla, pero los  rones ya le habían hecho efecto. Ocho días después, en el Bar de Willy, Elkin volvió a maldecirla. 

miércoles, 23 de agosto de 2023

La falta de calle

 Ricardo saltó de la calle y se subió rápido al taxi para ir al Hotel Garden Inn, donde estaba hospedado hacía dos semanas. El tráfico era terrible, como siempre en Bogotá incluso antes de que comenzaran las obras del Metro. Estaba a solo 11 cuadras de distancia, pero el malgenio tras la última y definitiva discusión con María Eugenia y la pertinaz llovizna de la tarde lo obligaron a tomar el transporte público. El conductor de gesto adusto avanzó mediante aceleraciones abruptas, frenazos en seco, adelantamientos forzados y casi 100 pitazos en el corto trayecto. Se tardó 45 minutos en el corto trayecto. 

- "Se hubiera demorado lo mismo si hubiera manejado tranquilo y recto don Euclides. De todos modos mil gracias", le dijo Ricardo al conductor después de ver su nombre en la tarjeta que colgaba en la silla y antes de pagarle la carrera. 

- "Como se nota que a usted le falta calle", le respondió el taxista, mientras él se bajaba del auto. 

Sin prestar atención al portero, que tenía intención de decirle algo, Ricardo subió rápidamente las escalas y cruzó la puerta giratoria para entrar al hotel. El vestíbulo estaba repleto de gente. Gambeteó varias maletas frente a la recepción y se dirigió rápido al restaurante-bar del primer piso para buscar un trago. Lo único que quería era olvidarse de aquella tarde, quitarse el olor a calle bogotana y tomarse un ron antes de encerrarse en la habitación 804 a trabajar en el presupuesto del proyecto. Lo tenía que entregar a primera hora y lo había descuidado los últimos días por andar entre riñas y noches de placer con su cómplice capitalina.  

Se sentó en la barra. Cuando llamó al mesero para pedirle su trago, éste llegó con el ron ya servido en la mano. 

- "Cortesía de la dama de la mesa de al lado", dijo con cara de compinche. 
- "Gracias", dijo Ricardo, mientras miró sorprendido. María Eugenia estaba allí, sentada, sola, sin el abrigo grueso que tenía once cuadras atrás y con media botella de ron casi vacía. 

- "¿Qué haces aquí?, ¿Cómo llegaste?, ¿ cuánto tiempo llevas acá?", preguntó Ricardo frunciendo el ceño y sin saludar. 
María Eugenia no dijo nada y se volvió hacia el camarero.
-"Alberto, ¿tiene algo dulce?, ¿un postre, un cheesecake?". 
- "De frutos rojos. Es el mejor de la ciudad", respondió el mesero. 
- "Tráigale uno a mi amigo. La vida se le volvió muy amarga esta tarde desde que un taxista le dijo la verdad, y necesita endulzarla. Lo carga a mi cuenta, Más tarde le pago". Inmediatamente se puso de pie, se tomó el último trago de ron a pico de botella y se marchó. 

Ricky se quedó solo en su mesa. Cogió el vaso de ron y mientras le temblaba la mano miró la calle por la ventana del restaurante.   

     

viernes, 18 de agosto de 2023

El baúl de los recuerdos

 Hacía casi 8 años que Raúl no bajaba al sótano. El olor a moho siempre le pareció repugnante y fue su excusa para evadir la insistencia de Luisa de organizar aquel piso bajo. Cuando abrió la puerta para bajar las 13 escalas, frunció la nariz y sintió un extraña opresión en el pecho. Bajó con cuidado. Todo el tiempo se sintió escoltado, no acompañado, por la mujer con la que convivía hace 15 años. 

El calor del  verano era insoportable, señal directa de un cambio climático irreversible. A Raúl le pareció que la temperatura alta concentraba aún más el aroma añejo que salía desde las cajas que estaban apiladas en un caótico desorden en el piso de aquella pequeña habitación. Se preguntó la razón por la que había evitado tanto tiempo volver a ese oscuro sótano. Cuando estaba a punto de responderse, encontró el interruptor y prendió el bombillo pelado que iluminó tenuemente el silencioso sótano. 

Lo primero que vio Raúl fueron las ocho cajas, las tres sillas rotas, algunos libros, las dos bicicletas oxidadas y el pequeño baúl que estaban en el piso. Todo estaba cubierto de polvo y lleno de telarañas. Lo segundo, la cara inquisidora de Luisa, que parada a la izquierda suya, paneó con rabia la habitación de lado a lado. Lo tercero, las sombras que se proyectaban por todas partes y que ocultaban algunas carpetas con papeles olvidados en el piso. Para él, todo en aquella habitación, excepto el pequeño baúl, estaba en la categoría de "cosas viejas, reunidas en el tiempo, posiblemente útiles y valiosas, pero fácilmente botables". Para ella, no había más que basura y un baúl que nunca había visto". 

- "Qué hay en ese baúl?", preguntó Luisa. 
-  "Solo recuerdos que ya no importan", respondió Raúl.
- "Has dedicado tu vida a acumular cosas que no valen la pena", repuntó ella mientras subía las escalas para salir. Y desde la puerta, agregó: "Pide un camión y manda a botar todo esto, hasta tus recuerdos inútiles". 
-  "De acuerdo. Lo haré mañana a primera hora. Que se lleven todas estas cajas...". Y después de una pausa, mientras ponía el candado en la puerta, agregó: "Todo menos el baúl. Los recuerdos allí guardados son contigo, y algún día  podríamos necesitarlos". 


 

martes, 5 de abril de 2022

Otra noche de insomnio en el hotel

Luis Alberto se había despertado con la sensación de que el mundo había girado demasiado y él no se había dado cuenta. Sintió que llevaba dormido en vida demasiados años. Salió a caminar para despejarse.

Pensó en que su vida era hace mucho rato un viaje sin aventuras, que se resumía en sus noches de insomnio en una habitación de un hotel viejo en el centro de Bogotá y en largas jornadas de clases de epistemología y filosofía en algunas pequeñas universidades cercanas al hotel. 
 
En su caminata mañanera se fijó en el afán de la gente, en sus vestuarios gruesos, en la manera como las calles se llenaban rápidamente de carros mientras se desocupaban lentamente de drogadictos, borrachas, prostitutas y recicladores nocturnos. Cuando llegó a la habitación vio el post-it amarillo en la nevera que le recordó el cumpleaños de Ana Laura. Le marcó al celular tres veces mientras desayunaba un tinto en la cafetería, pero no le contestó. "Seguramente está haciendo balances", pensó.  

Era martes. Día de 5 clases. Las dictó todas. A las 8:00 de la noche salió de la última y volvió a marcarle a Ana Laura. Dos veces se fue buzón. Sabía que no había razón para inquietarse. Desde que él le terminó la relación formal hace 13 años con la rebuscada explicación de que la exactitud de los números y el orden rígido de ella no encajaban con las letras libres y los pensamientos en desorden de él, difícilmente le contestaba las llamadas. Llegó al hotel, se quitó los zapatos y subió a la habitación para un último intento. 

Al otro lado de la línea se escuchó la voz de una mujer ebria, firme y directa. Tres razones para dudar por un momento que fuera Ana Lau. Ella nunca se tomaba un trago. 

- ¿Estás bebiendo?
- ¡Mucho! No todos los días se cumplen 52.
- Pero tú nunca tomas. ¿O nunca tomabas?
- Nunca. Pero hoy quería ponerme al día. 
- ¿Y eso?
- Necesitaba recuperar parte del pasado que perdí, o que me quitaron en el camino.  
- Perdón, Ana Lau. Yo solo llamé para felicitarte. Esta mañana no me contestaste, pero supuse que estabas haciendo balances. No me contestaste en todo el día.  
- Sí, sí, sí. En eso estaba. En inventario de vida. 
- ¿Y cómo te fue?, si se puede saber, claro. 
- Había más en la lista del deber que del haber. 
- Ah, bueno. Creo que mejor hablamos otro día... Cuando termines tus cuentas...y tu celebración.   
- No, no. Ya terminé. Ahora solo me faltan dos tragos para cerrar los libros. 
- Bueno, igual mejor descansas y luego hablamos, como dices tú, para ponernos al día. 
- ¿Ponernos al día?, no. Recuerda que las deudas acumuladas en la adolescencia se pagan en cuotas altas desde que se llega a la adultez, y nunca terminan de pagarse.
- Epa! Recuerda que el filósofo en esta relación soy yo. Ja, ja, ja.
- Mejor recuérdalo tú...  que hace rato perdiste el don de la reflexión. 
- ¡Estás siendo dura conmigo!, mejor hablamos luego. Descansa.  
-  Sí, sí, sí... hablemos después... cuando ordenes tus pensamientos; o cuando apreses tus letras. 

Ana Laura colgó. Para Luis Alberto fue otra noche de insomnio en la habitación del viejo hotel.    

sábado, 2 de abril de 2022

Los planes inundados

Fue una conversación que vació todos los recuerdos del pasado. Se habían encontrado por casualidad a las 4:00 de la tarde cuando Isadora entró al café con su jefe para tomarse un tinto antes de irse para su apartamento. Vicente estaba allí desde las 2:00, se había tomado dos expresos y ya iba en la mitad de la revisión de un texto que estaba corrigiendo y que nunca terminó. El café cerraba a las 10:30 p.m. y todavía les quedaban dos tragos de vino en la botella, ninguna historia por contar y muchas explicaciones por entregar de parte y parte. Justo en ese momento aparecieron los silencios. 

Para Isadora había solo dos opciones: desaparecer o asumir que el tinto con el que cerraba la jornada todos los días jugaba a su favor por primera vez en siete años. Para Vicente la situación estaba más clara: su curiosidad de ahora era más fuerte que sus miedos de siempre. Ella hablaba con los ojos e insinuaba con sus sonrisas; él sacaba todos sus interrogantes con las manos mientras la miraba con sutileza. Vicente se ofreció a llevarla, pero Isadora se negó. La culpa que tenía guardada en su piel y que había heredado de la férrea formación católica de sus padres la atacó repentinamente. Los silencios fueron mayores.    

Cuando salieron a la calle, los recibió un fuerte e inesperado aguacero. Bastó una última mirada para entender que los planes imaginados por Vicente habían quedado inundados. 

jueves, 24 de marzo de 2022

Valentina por valiente

 Nicolás no la llamaba hacía más de ocho días. Valentina esperaba impaciente, pero sin dramatizar su desesperanza,  porque en el fondo también amaba sus silencios. Abril estaba o escasas hojas en el calendario. Faltaba poco para la Semana Santa y, como siempre pasaba con él, no había hecho ningún plan. Miró el reloj, eran las 9:00 p.m. Prendió el televisor y ya el reality había terminado. Se sirvió una copa de crema de ron mientras revisaba los mensajes. 

Se aferró al recuerdo de la última vez que se vieron. Fue algo especial por el frío, porque fue en la mañana y porque la conversación versó sobre temas complejos. Estaba segura de que no la iba a llamar, pero aún así no le quitaba la vista al teléfono. Mas que amar a Nicolás, amaba su lado oscuro, su indecisión, su humor negro e irónico, su fanatismo irracional con algunos temas y su estado emocional impredecible. Adoraba sus defectos y todo lo que no sabía de él. Entendía el amor como un acercamiento a los desconocido.  

Cuando terminó el tercer trago sintió que la cabeza le daba vueltas. Tomó el teléfono y decidió honrar el nombre que su madre le había puesto. Valentina por valiente, le explicó alguna vez doña Carmenza. Cuando escuchó la voz al otro lado de la línea, titubeó para hablar, pero respiró profundo y dijo la frase que le cambiaría para siempre su relación con Nico: "Soy Valentina y estoy decidida. Necesito su ayuda urgente". A las 7.00 a.m. del día siguiente entró al consultorio de la doctora por primera vez.


viernes, 2 de abril de 2021

Dora a las 10:00

Llevaban cuatro días sin salir del apartamento de la calle 54. Juan Ignacio había agotado sus historias y sin darse cuenta repetía algunas solo para no caer preso en las preguntas capciosas que a veces María Belén le disparaba. Ella lo escuchaba sin interrumpir y aunque ya conocía los finales siempre soltaba una carcajada natural que le permitía a él alimentar su ego. Entre cuento y cuento, le interpelaba con interrogantes que él volvía a evadir para comenzar otra larga historia. La repetida inquietud de "¿cuándo es que me vas a contar tu rollo con Dora?" quedaba en el aire. Los blackout enrollables se mantenían abajo haciendo que todas las horas parecieran de noche. 

El café en exceso no le ayudaba a Nacho a aclarar sus ideas cada vez más turbias. Cuando se enredaba, María Belén aprovechaba para volver con sus dudas. La respuesta siempre era un silencio prolongado, el inicio de una historia ya contada, una mirada al techo, una llamada telefónica para pedir un domicilio, un capítulo nuevo de una serie o un nuevo momento íntimo en las tinieblas del apartamento en el piso 16. Dora vivía en el 18 y era amiga de María Belén desde hace seis años cuando se conocieron en el gimnasio. Nacho la conocía hacía desde mucho tiempo atrás. 

Pasaron dos días más hasta que se agotó el café. Ignacio miró la hora. Eran las 9:56 p.m. No quiso pedir un domicilio y ante una mirada atónita de Belén, tomó las llaves y dijo que regresaba en un momento. Iba por café a la tienda del primer piso, le dijo. Después de que se subió al ascensor todo fue un rollo. Eran las 10:00. 

martes, 23 de febrero de 2021

Palabras y sonrisas

Una sonrisa le copó todo el rostro a Luciana. Aunque las palabras de Paulo no habían sido ni un cumplido ni un piropo, las asumió como tal. Ella era demasiado apuesta para fascinarle a él, un hombre práctico, de escasos recursos verbales y poco soñador. Paulo solo le hizo una observación sobre el vestido corto que llevaba, que le pareció pertinente porque empezaba la época de lluvias. Él estaba seguro de que no le había dicho ningún embuste, que su intención era solo de servicio y que sus palabras no llevaban el propósito de agradarle o buscar su aceptación. Ella lo entendió y lo asumió diferente. Su mirada coqueta así lo evidenciaba.  

Paulo abrió el paraguas y le ofreció su brazo para cruzar la calle. Luciana se aferró con fuerza y le habló con sutileza. Tenían que sortear los seis carriles de la Avenida, el tráfico era alto y en Medellín ningún conductor de vehículo respeta las cebras peatonales. Venían de la reunión con el cliente, a solo tres cuadras del hotel donde se alojaba Luciana, y donde Paulo había dejado su carro. Por eso decidieron caminar. Cuando llegaron al otro lado de la calle, ella lo miró fijamente, esperando que tomara la iniciativa. No lo hizo. La dejó en la puerta del hotel, se despidió con diplomacia y se fue rápidamente al parqueadero por su carro. Durante varios días, Luciana se quedó sin palabras. 

miércoles, 27 de enero de 2021

El libro en el consultorio

Danna comenzó a recordarlo con fuerza a raíz de un libro que ojeó en el consultorio odontológico mientras esperaba su cita para la extracción de su última muela cordal. Le llamó la atención de entrada que Lisa, la protagonista de "Bajo el cielo de Dublín", era diseñadora gráfica como ella, y que abandonó todo por el amor de Antón, como ella en su momento por el de Emilio. No sabía de él desde hacía cinco años, cuando en una discusión sin sentido, en un arrebato, se armó de un valor racional, decidió terminar la relación e irse a vivir a Bogotá aceptando una oferta laboral no muy buena. 

 En cinco años había pasado por tres empresas y desde hace seis meses se había independizado para trabajar como freelance. Le gustaba trabajar en la noche y aprovechaba el día para ir al gimnasio, cosa que nunca antes hacía, para visitar a sus clientes y para disfrutar la ciudad. En los días siguientes a la cita, por recomendación del odontólogo, permaneció inactiva en el apartamento. El tiempo se le hacía largo y los recuerdos afloraron en mayor cantidad. Pensó que encontrar ese libro había sido una casualidad, pero recordar a Emilio no. 

Una semana después retomó sus actividades normales y decidió no darle más vueltas al tema. Se le estaba volviendo una obsesión. Salió del gimnasio después de un entrenamiento fuerte decidida a hacer algo urgente. Cruzó el puente peatonal sobre la Avenida y entró a la librería. Necesitaba saber qué había pasado con Lisa.  


 

 
   

martes, 19 de enero de 2021

Es mejor que no te quedes

Cuando salieron de cine eran las 11:00 de la noche. "Demasiado temprano para regresar a casa y demasiado tarde para pensar en otro plan", pensó Marcelo. Mientras comentaron la película caminaron por la Avenida El Poblado rumbo al apartamento de Sonia, que vivía a ocho  cuadras. "Demasiado cerca para tomar un taxi y demasiado lejos para los zapatos altos que traje", pensó ella. 

Mantuvieron la típica conversación entre universitarios de quinto semestre en su segunda cita. Discutieron sobre la trama, el papel de Linda Cardellini y el tratamiento al racismo que le dio el director Peter Farrelly. "Siempre quise ser pianista, como el protagonista", pensó él. "La madre si no es la misma actriz de Scooby-Doo", pensó ella. Conversaron sobre sus carreras, el encuentro casual en la plazoleta de la Universidad el día que se conocieron y los gustos musicales y literarios de ambos. "Lástima que no le gusta la salsa clásica", pensó él. "Si lee a Ishiguro a Murakami no es tan básico", pensó ella. La conversación se animó más de lo previsto por ambos y cuando llegaron a la Unidad Residencial alargaron la charla casi una hora sentados en la zona de los juegos infantiles.  

"Ya es media noche y mejor me voy porque tengo un partido con la Facultad mañana", dijo él mientras se despedía. "Aunque quisiera quedarme", pensó. "En la portería te piden el taxi y no se demora nada", le respondió Sonia y le dio un beso en la mejilla muy cerca a la boca. Aunque sus miradas se encontraron y Marcelo se sentía demasiado atraído, se avergonzaba de no tener la valentía para admitirlo y salió caminando hacia la portería con sus remordimientos. "Me llamas la otra semana si quieres ir a ver Bohemian Rhapsody" le gritó ella mientras recogía sus zapatos para irse al apartamento. "Es mejor que no te quedes", pensó. 

miércoles, 13 de enero de 2021

La dueña de los libros

 Entró al bar, eligió la última silla de la barra, se sentó, se quitó la chaqueta, templó la voz, le pidió una Corona a Luis, sacó un libro de la mochila y se dispuso a leer. "Pasado perfecto" de Leonardo Padura, una novela negra que le había regalado Lucía. Pasó una hora y apenas logró darle dos sorbos a la cerveza. Estaba inmerso en el texto. Luis le trajo unas crispetas, las descargó sutilmente, y con cierta timidez le interrumpió la lectura para preguntarle si quería otro trago. "Cualquier ron. Solo con hielo. Es hora de cambiar", dijo Giovanni, sin quitar la mirada del texto. Era su quinta visita al bar en dos semanas, el tercer libro que Luis le veía,  y la primera vez que pedía un segundo trago en la noche.  

El resto de la historia ya lo conocían en el bar. Leyó otros 50 minutos, miró el reloj dos o tres veces, se levantó de la silla, cerró el libro, lo metió a la mochila, se puso la chaqueta, se tomó el ron de un solo envión y pagó la cuenta con un billete de 50.000. Como de costumbre, con un gesto sutil de la mano le indicó a Luis que dejara la devuelta de propina. Esta vez fue mucho menos, por el valor del ron. "Hoy tampoco fue el día. Ya son las 9:00 y hoy tampoco vendrá", dijo antes de salir.  Cuando se marchó, Luis se metió de lleno en su trabajo, sin dejar de mirar a ratos la última silla de la barra. Tenía la sensación de que alguien seguía allí leyendo toda la noche, esperando a la dueña de los libros... que nunca vendrá.   

viernes, 8 de enero de 2021

Compartir almohada

Alesssandro siempre creyó que el secreto de los sueños estaba en las almohadas. Lo leyó en un poema de Benedetti. Creía ciegamente en esta idea. Tenía más de 40 almohadas en su apartamento y era capaz de anticipar el sueño que tendría según la que usara. 

Las almohadas siliconadas le hacían soñar con visitas, las de material viscoelástico eran para los sueños lúcidos, las de plumas las usaba cuando quería sueños dulces, las de fibra lo llevaban a sueños profundos difíciles de recordar, y las de gel le provocaban sueños premonitorios. Durante los 15 años que vivió en su apartamento de soltero, cada noche escogió sus sueños. 

En navidad, Alessandro le propuso a Gabriela irse a vivir juntos. Su regalo fue una argolla. Ella aceptó sin dudarlo y se mudó dos días después, con la idea de recibir el año juntos. Desde entonces, Alessandro sufre de insomnio. Desde que ella llegó, él no puede escoger la almohada a su gusto. La decisión tiene que ser consensada. Nunca se imaginó que compartir la almohada implicaría compartir los sueños. 



martes, 15 de diciembre de 2020

Las 11 menos 3

Martín terminó de escribir el texto el lunes en la noche a las 10 menos 5. No fue fácil. Una página le había llevado varias horas y el relato completo todo el fin de semana. Imprimió a la carrera, bajó por la moto y a pesar de la intensa lluvia salió raudo por la calle 56. Media hora después estaba en la casa de Estela con las seis páginas impresas. Ella le había prometido esperar esas líneas antes de tomar cualquier decisión. Estaba en el mueble, a media luz, mirando por la ventana hacia el colegio vacío. El saludo fue más frío y más tenso que aquella noche de noviembre. Eran las 11 menos 30. 

Estela recibió el escrito, se puso los lentes y encendió la lámpara que estaba al lado del sofá. Martín se hizo en un rincón de la sala, sintiéndose un extra en la escena, se sentó en un mueble pequeño y decidió esperar con la poca paciencia que le quedaba después de luchar con cada línea de la escritura. Le sorprendió que ella no se mostrara trastornada. Después de leer, plenamente metida y absorta en el texto, ella levantó la mirada, suspiró profundamente, y soltó solo una frase mientras doblaba las seis hojas y las metía en una gaveta: "no me llena". Lo corto de la expresión, más que su contenido, le llenó la cara de desencanto a Martín. Sintió una gran desilusión. Eras las 11 menos 5. Tenían un acuerdo: si él lograba plasmar en el texto los sentimientos que ella le había expresado a lo largo de cuatro años, se quedaba. "No tienes por qué preocuparte", le dijo ella. "Fue lo que acordamos". Eran las 11 menos 3.       

domingo, 22 de noviembre de 2020

La carita triste

Santiago tiró la puerta de la oficina. Sabía que tenía poco tiempo. Carolina saldría del hotel a las 10:15 a tomar un taxi para ir a reunirse con sus amigas y él quería llegar justo antes de ese momento para sorprenderla. Eran las 9:52 en el reloj del carro; las 9:55 en el del celular. Cada que estaba de afán maldecía tenerlos descuadrados. Salió del parqueadero sin despedirse de Orlando, el portero, que siempre lo atajaba con un comentario futbolero. Afuera llovía fuerte. Estaba relativamente cerca, pero debía atravesar la zona rosa y le preocupaba encontrar un tráfico pesado. 

Hacía casi un año que no se veían. La última vez fue en el apartamento de ella, antes de que se fuera a vivir a Argentina. Aunque pareció una despedida para siempre, nunca perdieron el contacto gracias a las redes sociales. Toda la tarde hablaron por WhatsApp. Santiago le contó de su gran cantidad de trabajo y del proyecto que tenía que terminar esa noche. Carolina le habló de sus diligencias en el día, de la noche con sus amigas y del vuelo de regreso al día siguiente en la mañana. Había sido un viaje intempestivo para solucionar dos asuntos puntuales. "Estamos tan cerca, pero tan lejos", le dijo ella en el último mensaje, a las 9:36 p.m. y él le respondió con un emoticón de una carita triste. 

Santiago manejó lo más rápido que pudo, pitó más que de costumbre, se robó un semáforo en rojo y pensó en la posibilidad de volverla a ver justo ahora que tenía el corazón clarito. Subió por la 87 y giró a la derecha. Cuando estaba a dos cuadras miró por última vez el teléfono, pero no había más mensajes. Eran las 1:12 en el reloj del carro. Aceleró raudo los metros que faltaban. La vio saliendo por la puerta del hotel. Vestía la chaqueta que él le había regalado en la última navidad y tenía un paraguas gigante. Frenó casi frente a ella, pero no paró. Pasó lentamente, la miró y siguió de largo. En la esquina frenó para mandarle otra carita triste. 

                                                        

sábado, 1 de agosto de 2020

Tiquete de ida

Cuando llamaron el vuelo, María Adelaida siguió mirando su vaso. Cerró los ojos para ver nítida la imagen de él. Su figura siempre aparecía, consciente o inconscientemente, sin importar la hora, el lugar o el grado de alcohol. Pensó en llamarlo para suplicarle perdón y para pedirle que lo intentaran de nuevo; pero prefirió abrir los ojos. Para buscar el pasabordo puso el vaso sobre la pequeña maleta de mano en la que había empacado lo poco útil que tenía. Lo demás se había regalado a la pareja que le compró el apartamento. Bebió el último sorbo de Ron Medellín que le quedaba y con él apagó el único remordimiento que tenía. Abordó por la fila preferencial. 

Desde la ventanilla contó cada una de las líneas de demarcación de la pista mientras el avión decolaba. Siempre le había gustado el cosquilleo que se sentía al despegar. Esta vez no fue así. El pasar de la vía le recordó que a Cristian esa sensación lo mareaba. Le pareció verlo al lado de una de las luces de la pista. Sintió que se desvanecía. Solo había comprado tiquete de ida. Cuando el vuelo estaba en el aire, volvió a mirar por la ventana y supo que había visto el último atardecer de su vida en Colombia. Ella, que se había burlado del amor mil veces, estaba atrapada en él. Añoró otro ron. 

sábado, 18 de julio de 2020

Las 10:03 en el reloj de la pared

Candelabros encendidos, copas de vino servidas, meseros elegantes y grupo musical improvisando algo de jazz. El famoso reloj de pared del restaurante señalaba las 9:40 p.m. Escena perfecta en las afueras de la ciudad. Alejandro esperaba en la mesa a Verónica que se había ido al baño a retocarse el maquillaje. .  

En la mesa del lado, una pareja muy adulta saboreaba sendas copas de coñac mientras aguardaba la cena. Escuchar su conversación aparentemente trivial le ayudaba a Alejandro para no impacientarse por la espera. No entendía mucho, pero rápidamente descubrió que la señora, de nombre Carmen, le reclamaba a su acompañante su comportamiento en el pasado. Nunca le perdonaría su indecisión y su falta de carácter, le decía. Había tensión. El señor miraba para todos lados tratando de encontrar en el restaurante una explicación para replicar. Pasaron casi 15 minutos hasta que llegó la comida, justo cuando Carmen cerraba su monólogo con un "no te perdonaré nunca. De no ser porque ese sábado en el restaurante me dejaste esperando, yo me habría casado contigo". 

Verónica se demoró en regresar. Había tenido un problema con el cierre del vestido.Cuando llegó a la mesa, Alejandro no estaba. Vio a la pareja del lado cenando en silencio, los candelabros habían sido apagados, el grupo musical estaba en descanso y una de las copas estaba vacía. El reloj de pared marcaba las 10:03 p.m.

viernes, 3 de julio de 2020

La llamada en el jacuzzi

Con cierta precaución, para evitar que su compañera se enterara, contestó el teléfono, caminó unos pasos hacia la habitación, bajó el tono de la voz y hasta torció un poco la boca. Irene apagó con cuidado el jacuzzi y alcanzó a escuchar la voz un poco empalagosa de Diego que le decía a alguien a través de su móvil que le diese un rato nada más, que él iba para que se inventaran la noche. Los presentimientos de ella se transformaron en certezas. Del otro lado de la línea se escuchó una voz masculina muy alterada que gritaba una sentencia. Si no iba de inmediato se tendría que olvidar de él.    

Cuando Diego volvió al jacuzzi, notó que la espuma había desaparecido un poco. También pudo observar que Irene tenía la mirada perdida. Lo que no pudo percibir fue su corazón trastornado. Sin decir palabra y sin sospechar que ella lo había escuchado, él quiso retomar donde iban, pero ella, desesperada, y con la cara llena de soberbia, salió del agua y empezó a caminar en círculos por el amplio baño, tratando de seguir las caprichosas líneas que tenía el baldosín. Desnuda, mojada y exaltada, Irene le lanzó una última mirada cargada de desprecio, abrió la puerta y salió hacia a la habitación totalmente en silencio. Diego pensó que lo que la había incomodado era que él se hubiera demorado mucho rato en el teléfono. Permaneció en el jacuzzi 10 minutos, esperando que a ella se le pasara el enojo y pensando qué decirle para poderse ir. 

Entró a la habitación, ya vestido, haciéndose el enojado, tomó la chaqueta, miró a Irene tendida en la cama llorando una pena que nunca supo si era de rabia, de decepción, de tristeza, de ingenuidad, de cólera, de culpabilidad o de envidia. "Voy a comprar licor y a dar una vuelta para calmarme", le dijo, y salió tirando fuerte la puerta. Ella se quedó allí pasmada, resistiéndose a creer lo que había escuchado, esperando despertar de su pesadilla. Se tomó dos pastas y se quedó dormida. Cuando el despertador sonó, Diego no había regresado.  

domingo, 28 de junio de 2020

El reportaje del domingo

Lo asombró su belleza. La había imaginado muy diferente cuando lo contactó para la entrevista. La única referencia que tenía de ella era su columna semanal, en la que hacía críticas constantes y agudas a las nuevas tendencias. La cita era en un restaurante lujoso, escogido por el área de relaciones públicas del periódico solo por los buenos ambientes que ofrecía para las fotografías. Ambos llegaron vestidos para la ocasión: ella con un vestido azul rey, largo, con el cabello recogido y un escote inminente; él con un traje gris, corbata de pala angosta y zapatillas bien lustradas. Sandra llevaba solo tres años en el área de entretenimiento del periódico y no gozaba de mucho reconocimiento. Felipe cumplió 15 como el cantante más reconocido en el género de pop. En la mesa había una botella de Gato Negro, cortesía de la casa. Al fondo, un violinista solitario llenaba el ambiente con notas clásicas. 

-Lástima que todo lo haya cuadrado el periódico. Se anticipó a decir ella para evitar un saludo protocolario. Esta cita, señor López, responde más a mi interés personal por conocerlo que a una tarea periodística, que cualquiera de mis compañeras pudo hacer. 

Sorprendido por la sinceridad y por el sentimiento de admiración de la periodista, fascinado por su belleza física y asombrado porque ella tomó la iniciativa, Felipe pensó muy bien sus palabras de respuesta. Nunca le había sido fácil pensar y sonreír para la cámara del fotógrafo al mismo tiempo.   

- Sandra Milena,, Sandra Milena... un buen nombre compuesto. Sandra, de origen latino, derivado de Alessandra, la protectora. Y Milena, de origen eslavo, que significa la ilustre. Una ilustre protectora... y pausó su voz mientras los ojos se le fueron directo al escote. 

Rieron y bebieron el primer vino. Hablaron casi dos horas antes de pedir la comida y hasta que el fotógrafo se fue. Después, solo hubo tiempo para ocho tragos más, para dejar la mitad de la comida y para mirarse con una simpatía con visos de pasión. Eran las 11 de la noche cuando salieron. El reportaje del domingo ya estaba escrito. 

sábado, 20 de junio de 2020

Una llamada de control

Luciana se metió a la ducha todavía amodorrada por el breve sueño que se permitió en el sofá después de llegar del trabajo. Abrió la llave del agua caliente y cuando mojó las primeras partes de su cuerpo se dio cuenta de que tenía puesta la camiseta. No le importó. La noche era joven para preocuparse por insignificancias, pensó. Cuando salió, el frío que hacía en la ciudad se coló por una ventana medio abierta y le provocó un escalofrío momentáneo. En ese momento le entró una llamada de Said. 

Se quitó la camisa emparamada, se sentó en el borde de la cama y se envolvió en una toalla mientras miraba quién le estaba marcando. Se desilusionó, pero contestó. Al otro lado de la ciudad, en una bucólica y vetusta oficina de siquiatra, con la corbata a media asta, las mangas de la camisa remangadas y la cara de quien había trabajado en un caso complicado todo el día estaba él, su médico y confidente, al que a pesar de la insistencia ella nunca le permitió otra categoría. 

- "¿Qué quiere ahora el rey de las llamadas en momentos inapropiados?", preguntó Luciana sin siquiera saludar. 
- "Nada importante, como siempre. Sólo saber ¿por qué dejaste la ventana abierta? y ¿por qué te bañaste con la camiseta puesta?", replicó él. 

Luciana no dijo nada. Colgó y estalló en llanto. La descomponía totalmente que Said quisiera controlarle la vida. 

lunes, 15 de junio de 2020

la imagen del altar

Dieron por terminada la clase, aduciendo que la profesora estaba indispuesta. Salieron caminando rápido y se subieron al carro de Juan Pablo, que siempre parqueaba dos cuadras arriba de la universidad para evitar rumores y trancones. Ella metió su bolso debajo de la silla, como lo hacía siempre desde el día que se lo arrebataron desde una moto ante la mirada cómplice del taxista. Él cambió el protocolo del aula por la habitual informalidad del trato que usaban cuando estaban solos. "Ponte el cinturón, Vero, y guárdame diez minutos el beso que se te nota", le dijo Juan, mientras miraba a ambos lados de la vía.  En la acera de la izquierda, en una mesa de uno de los bares del sector, estaba sentado Julián, solitario como siempre, y con una cerveza en la mano. Ese día había cancelado la materia por faltas. 

El apartamento al que fueron era oscuro, con poca decoración, con una especie de altar sin santo en el pequeño patio de dos metros cuadrados que servía de aireador. Estaba ubicado en una calle amplia, cerca al centro y desierta a esa hora de la mañana. Ella se entregó a los juegos del placer mientras él reparaba de manera consciente los detalles del lugar. Al final, los dos jadearon y se dedicaron a fumar. luego vino un eterno silencio de doce minutos. Ella no quería desnudarle su alma con palabras. Él no quería interrumpir el efecto de sedación que le causaba el sexo. "Me voy en un taxi", dijo ella mientras se apuró a vestirse. "Tengo mucho que calificar, y creo que se rajó más de uno, y no hablo propiamente de Julián", agregó mientras cerraba la puerta. Juan se quedó un rato más tratando de adivinar cuál sería la imagen que había ocupado aquel altar. 
   

martes, 9 de junio de 2020

Un brindis académico

A Pamela le pasaba algo particular con las fiestas: se entusiasmaba demasiado cuando la invitaban, pero estando en ellas le entraba un desgano total. Era una constante desde las fiestas de quinces de sus amigas. Ya bordeaba los 53 años de edad. Su última relación seria había terminado hace nueve. Vivía sola en una pequeña finca a cuarenta minutos de la ciudad. Su única compañía eran sus gatos. Sentía que el tiempo y la soledad le pasaban sendas facturas que no tenía como pagar. La reunión de la Facultad esa noche no era la más adecuada para sacarla de sus preocupaciones. 

Cuando llegó, la cena estaba servida y y el decano ya había hablado. El encuentro era formal. Su traje negro y su escote en la pierna no pasaron desapercibidos. Su llegada tarde tampoco. Se sentó en una mesa junto a la ventana en la que solo se escuchaban lugares comunes. Elogios excesivos a una gestión que ella no compartía. A algunos profesores se les notaban los cuatro tragos que ya habían repartido. Intentó comer, pero la interrumpió el sonido de un violín con un remoto vals que la transportó a sus años de adolescencia. 

Dejó la cena, se inspiró en la música, y tomó una de las copas que sobrevivió de las rondas anteriores. Sintió un extraño calor en el pecho. Se fue al lado del violinista y lo interrumpió con sutileza. "Brindo por los que llegan tarde para evitar las farsas, por los que interrumpen la música que muchos no valoran y por los que se van temprano para quedar de tema", dijo. Se ruborizó un poco, pero salió despacio. En la finca la esperaban sus tres gatos que ronroneaban como nunca. 

martes, 2 de junio de 2020

Incomprensiblemente fantástica

Alina sintió que se mudaba al pasado de su propia historia. El frío de junio era terrible. Los recuerdos también. De alguna manera, sintió que en su vida se había roto el hilo del tiempo. Sentía que por alguna deuda pendiente que ya no quería recordar había regresado al 2 de junio de 9 años atrás. Se sentía bien, aunque lo que veía a su alrededor parecía irreal. En un sillón, sin percatarse de su presencia, leyendo, Luciano parecía esperarla con una impaciencia inusual en él. Se acercó, lo miró a los ojos y le susurró su nombre al oído. La impaciencia de él hizo que su voz se esfumara. 

La imagen la hizo sentirse desolada. Tenía al frente la misma puerta que tantas veces quiso abrir, pero que nunca pudo. Una vez más sintió que aunque lo intentara no iba a descifrar la clave. Habían pasado nueve años y solo esta regresión le permitió entender que ella nunca tuvo nada firme de qué aferrarse. Ver nuevamente el viejo apartamento, los libros regados en el piso, el gato durmiendo en un estante y al hombre que nunca la supo escuchar le generó sentimientos nuevos. No halló palabras para nombrarlos. Cerró los ojos unos segundos para respirar tranquila. Cuando los abrió vio que su presente era tan incierto como su pasado. Los dos tiempos se habían unido. La vida, pensó Alina, es incomprensiblemente fantástica. 


domingo, 24 de mayo de 2020

Salud por Sócrates

Muy temprano en la mañana, Antonela decidió podar el jardín del patio. Para ello siempre usaba unas tijeras viejas que rescató de la finca antes de entregarla. Mientras cortaba el rosal miró el busto de Sócrates que parecía guarecerse de la lluvia debajo de una teja pequeña. La casa, el busto y la teja eran herencia de su padre, un italiano que llegó a Colombia huyendo de una guerra mundial para morir en una guerra local. Aunque había vivido 35 años en esa casa, nunca había notado que las cavidades de los ojos del busto estaban vacías, por lo que era imposible saber hacia dónde miraba el filósofo. Un viento frío le golpeó las mejillas y en una mano le cayeron unas primeras goteras. Sintió un sensación de vació y prefirió entrar rápido a la casa.

Se metió a la biblioteca, que permanecía intacta desde hacía tres años cuando su padre fue asesinado. En un lado, había muchos libros. Todos viejos y empolvados, pero en buen estado. Al otro, un escritorio lleno de papeles y documentos jurídicos, con algo de moho por la humedad del lugar. Tomó uno de los libros de pasta dura, "Los filósofos y el amor", y buscó el viejo sofá. La filosofía, pensó, siguiendo a Sócrates, no es una especulación sobre el mundo sino un modo de ser en la vida por el cual es preciso, cuando sea necesario, hasta sacrificarla. Leyó un poco y lloró bastante. Sintió que el filósofo le reclamaba desde el jardín por no seguir  el único saber fundamental que existe: conocerse a sí mismo. Abrió el escritorio, destapó una botella, miró por la ventana hacia el jardín, brindó por Sócrates y bebió desaforada. Esperaba que fuera alguna cicuta olvidada en el cajón. 

martes, 19 de mayo de 2020

Volvió a llover

Todo el día el cielo fue una esponja que se exprimía cada dos o tres horas. Adrián estuvo conectado en su computador. Alexandra se pasó la jornada en el marco de la ventana del piso 7 mirando la solitaria calle entre la lluvia. Él, con la mente ocupada en su teletrabajo. Ella, con él en sus pensamientos.

En el sexto aguacero, cuando cayó la tarde, Alexandra vio venir a un hombre protegido con un paraguas grande. Parecía enfurecido. Vociferaba en medio de la lluvia. Maldecía y manoteaba. Desde su lugar era imposible identificarlo. Por un momento creyó que era su Adrián. Desde la calle hacía el gesto de apuntarle con el paraguas. Reflexionó rápidamente. Él no tenía motivos para estar bravo. No había mostrado interés para ir hacia aquella calle. Ni siquiera sacaba tiempo para ella. Miró al hombre del paraguas y mientras él la ofendía con palabras y gritos, ella le agradeció lanzándole un beso. Justo en ese momento volvió a llover.

jueves, 14 de mayo de 2020

310 cuadras

Tardó mucho en anochecer. Samuel David no paró de caminar. Salió de su oficina en Belén, subió por la carrera 30, cruzó toda la 80 hasta La Aguacatala y luego por la Avenida Las Vegas llegó hasta el parque de Envigado. Compró una botella de agua y siguió rumbo al municipio de La Estrella. Subió casi hasta la casa de María Paula. Para no pensar en el camino contó cada una de las cuadras.  Tres veces se desconcentró y creyó perder la cuenta. Empezó un nuevo conteo desde el sitio en que le llegaba la duda. El sudor le recorría todo el cuerpo, pero el viento frío y el amago de lluvia le golpeaban la cara y lo refrescaban. 

María Paula había sido reina. Después, estudió ingenería. Tiempo después trabajó en el edificio contiguo al de la oficina de Sammy. Él nunca se atrevió a cruzar la frontera que significó la relación formal que ella tenía desde su época de universitaria. Ahora vivía más lejos, pero él la sentía más cerca. Esa noche estaba seguro de haber dado un gran paso cuando le respondió el mensaje. Se sentó en el parque a refrescar sus ideas y a mirar un buen rato el balcón del fondo. Volvió a caminar. Según sus cálculos, sumando los tres intentos de conteo, llevaba unas 310 cuadras. El recorrido fue casi igual de extenso. Los últimos pasos los dio casi dormido cuando llegaba a su casa en en el barrio San Javier. Sintió que le faltaba mucho camino. 

sábado, 9 de mayo de 2020

Tema para rato

Un momento de duda que pareció una eternidad. Pilar se quedó perpleja, sin parpadear, durante unos segundos. No quería moverse. Algo dentro de ella le impulsaba a no quebrar la escena. Pablo y Laura parecían hipnotizados. Él lanzó su mano en busca del vaso, cambió de postura y aprovechó rápidamente para tomar distancia. Ella recogió el celular de la mesa y abrió el WhatsApp para simular que revisaba los mensajes. Pilar siguió mirando en actitud de estatua y entre los tres se creó una línea de tensión fuerte y silenciosa. 

- "¿Hay algo entre ustedes que yo deba saber?", preguntó Pilar después de espabilar dos veces y cambiar la mirada de sorpresa por una de inspectora.  
- "Nada que no sepas", respondió Laura agachando la cabeza ante su mejor amiga, con la que hacía muchos años no tenía secretos.
Pablo terminó su trago y se fue a la cocina por más hielo. El que tenían en los vasos estaba roto y tenían tema para rato.   

domingo, 3 de mayo de 2020

La sonrisa de Katia

Domingo extraño. Las actividades de las personas no evidenciaron el carácter festivo del día. Hacía 40 días que el mundo estaba entre paréntesis. Katia era la única que tenía razones suficientes para sonreír. Sabía que la mente de Jair se ocupaba de ella, que su cuerpo también. Ella se tomó la tarde dominical como un descanso activo. Se olvidó de su computador y se dedicó a mirar la calle del pueblo desde su ventana. La soledad que vio le inspiró recuerdos de 14 años atrás. La curvatura de sus labios se arqueó por horas.  

Jair no tuvo domingo. Desde hace varios años todos sus días le parecían lunes. Entre tarea y tarea, había pensado 200 veces en los rizos de Katia. Días atrás, sin pudores, ella le había expresado su admiración y sus palabras le habían generado vértigo. Habían quitado un stand by entre ambos, pero el mundo los había forzado nuevamente a suspender. Miró por su ventana y no se pudo inspirar. Apretó la boca y volvió a trabajar. La ciudad estaba vacía. En cuarentena. Era domingo, pero para él, en su portátil, estaba terminado otro lunes laboral.      

miércoles, 29 de abril de 2020

Infierno entre rones

Santiago llegó temprano y medio borracho. Valentina lloraba en la biblioteca, angustiada, después de leer uno de los 198 cuentos que tenía su página preferida. Santiago entró con una botella de ron ya destapada. Bebieron juntos de a dos tragos  antes de qué él le preguntara por qué lloraba. Ella le mintió respondiendo que no le dolía nada. Solo el alma, pensó; pero nunca lo dijo. 

Hacía ya tres años que Valentina se había desentendido de los negocios de su esposo. Era la mitad del tiempo en el que él se había distanciado del los problemas de ella. Sostuvieron una discusión que duró seis rones más, es decir, casi cuarenta minutos. Santiago, ya salido de casillas, le volvió a reprochar su llanto. Ella, ya entrada en un estado de ebriedad, volvió a mentirle. Insistió en la idea de que no tenía nada especial. Solo que se quemaba en un infierno sin que él lo notara, pensó; pero tampoco lo dijo.  Santiago se quedó dormido intentando hablar. A ella el calor no la dejó dormir.  

sábado, 25 de abril de 2020

Caída libre

Lunes en la noche. Enrique salió a cenar con unos políticos del Oriente. Le preguntó a Paola si quería acompañarlo, pero ella evidenció su falta de convicción. Se quedó sola. Se fumó un porro para tratar de alterar la visión que tenía de su realidad, pero el efecto fue contrario. La yerba le enfatizó las ideas de las que quería escapar.  Al efecto narcótico se le sumó la presión arterial, que la tenía bajita desde el viaje en avión de la mañana. El calor también la agobiaba. Tenía la sensación de estar metida en una pesadilla de la que no podía despertar. Pensó en Enrique y en sus amigos políticos. Se los imaginó planeando negocios corruptos. Se reía de ellos, pero luego lloraba por él. 

Se acordó del vacío en el avión. A Enrique le estaban proponiendo ser el candidato para salvar la ciudad. Prendió el aire acondicionado, pero al mismo tiempo abrió las ventanas. Se acordó de la cara de pánico de Enrique en el avión.  Quería saltar. Destapó una botella de ron que tenía en la nevera. Caminó varias veces de la biblioteca a la habitación. Se asomó por la ventana  y vio venir hacia el edificio a un hombre mal vestido. Se lo imaginó gritándole en un idioma extraño que saltara, pero el tipo no levantó la cabeza del piso. Venía llorando y arrastrando los pies. Sintió hambre. Fue por un sánduche a la nevera. Volvió a la ventana. Miró de nuevo al hombre en la calle. Tenía la ropa raída y algunas heridas en la piel. Era Enrique. Había saltado del avión y había caído muy bajo.